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Santiago Navajas

Wert, o de la Educación

España no es país para Ayn Rand, prefiere vivir instalada en una aurea mediocritas que cada vez es menos aurea y más mediocritas.

Les voy a confesar algo: soy profesor de enseñanza secundaria. Concretamente, de Filosofía. Tengo a mi cargo alumnos desde 3º de la ESO hasta 2º de Bachillerato. He trabajado en pueblos y ciudades, con alumnos de diferentes procedencias sociales. Llevo más de una década enseñando la ética de Kant, la política de Locke, la lógica de Russell, la epistemología de Hume, la sociología de Weber a chicos y chicas de entre 13 y 18 años, tratando de combinar el rigor conceptual de las soluciones teóricas planteadas por pensadores muy abstractos con la aplicación cotidiana de los problemas a los que se enfrentan adolescentes muy concretos.

Ni estoy quemado ni engaño a mi madre diciéndole que trabajo de pianista en un burdel. Estoy no sólo satisfecho con mi profesión, sino orgulloso. Y no tanto por aquellos de mis alumnos que han conseguido obtener el Premio Extraordinario de Bachillerato (se bastan y se sobran ellos mismos para ser brillantes) como por los que han empezado sacando apenas un 2 en la primera evaluación y, con esfuerzo por su parte y dedicación por la mía, han terminado consiguiendo un aprobado.

Les mentiría si les dijese que lo mío es vocacional. La vocación es cosa de curas y de periodistas, quizá también de prostitutas. De hecho, si me pagaran más incluso trabajaría de pianista en un burdel (no tengo ni idea de tocar un piano, pero no creo que mi público fuese a ser muy exigente). Mi ética es la de un profesional. Y, en consecuencia, animo a mis alumnos a que me exploten preguntándome, acosándome con preguntas por tierra, mar o email, que para eso me pagan. Creo que tienen derecho a decirme lo que les parece bien y mal en la forma que tengo de enseñar, por lo que me someto a una evaluación anónima cada trimestre. Al profesor lo que es del profesor y al alumno, lo que es del alumno.

Ahora llega de la mano del liberal ministro José Ignacio Wert una nueva ley educativa. Creo que en líneas generales es positiva, en cuanto que combina los valores de la pedagogía de derechas –el esfuerzo, la excelencia y la libertad– con los de la de izquierdas –la inclusión, la equidad y la innovación–. Se trata de conseguir un sistema competitivo que no deje a nadie atrás, un planteamiento en el que quepan todos sin caer en la mediocridad. Desde un punto de vista liberal, lo único que me chirría en la propuesta de Wert es que se siga manteniendo la catequesis religiosa dentro del currículo escolar en el ámbito público, lo que en países tan distintos como Estados Unidos o Francia sería impensable. Pero también es cierto que es coherente con la propuesta de un partido conservador como el PP, que se nutre de un electorado mayoritariamente católico. Y si el PSOE ha mantenido la asignatura de religión durante todos sus años de gobierno, no va ser Wert ahora más laicista que los autoproclamados laicos.

Sin embargo, no creo que el proyecto finalmente cuaje. Porque no tiene sentido una ley a menos que esté enraizada en un trasfondo cultural de calado. Y ninguno de los sectores implicados en la educación –de los padres a los profesores pasando por los alumnos– quieren cambiar un statu quo en el que, a cambio de muy poco, se les da tanto. Aunque en realidad lo barato educativo finalmente termine saliendo tan caro cultural y económicamente. No hay ni ambición intelectual ni hambre de gloria en un país en el que el término elitismo, como denunció Ortega y Gasset, es sinónimo de insulto. Como ejemplo de este pobrismo político-pedagógico, un artículo de Josep Ramoneda en El País.

España no es país para Ayn Rand, prefiere vivir instalada en una aurea mediocritas que cada vez es menos aurea y más mediocritas. Y el PP no tiene el liderazgo visionario ni la voluntad de poder necesaria para conseguir que a este país no lo reconozca culturalmente ni el que lo parió (que debió de ser Fernando VII). Por todo ello, la reforma Wert no terminará siendo ni platónica ni roussoniana, sino inspirada por el príncipe de Salina: todo cambiará para que todo siga igual. Mientras, mis alumnos y yo, ajenos al ruido y la furia de la controversia, seguiremos tratando de descifrar las claves platónicas de algún poema del último premio Cervantes.

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