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Serafín Fanjul

Apología del fútbol

¿Merecen tales parafernalias y fervores unos tíos en calzoncillos dando patadas a un balón? Como si todos los móviles humanos debieran ser racionales, prácticos, de origen sublime. Y como si las ilusiones no ayudasen a vivir.

Dejando aparte el odio enfermizo de no pocos españoles contra cualquier éxito y relevancia de nuestro país en los terrenos más diversos, por mucho que lo enmascaren en sesudos excursus sobre el paro o la ineficiencia de un gol para resolver la crisis económica, el campeonato reciente, primero por la atención que concitaba y, después, por tener la osadía nuestra Selección de ganarlo, ha provocado infinidad de comentarios oscilantes entre la objeción consciente y la abierta rechufla de intelectuales y de quienes pretenden serlo a un precio barato.

Oyendo y leyendo las cogitaciones críticas de estos días –escépticas, burlonas, indignadas–, no he podido dejar de recordar aquellos versos de Antonio Machado que resumen bien tal actitud: "pedantones al paño // que piensan que saben // porque no beben // el vino de las tabernas". El fútbol, señores, es el mayor espectáculo –a escala planetaria– de nuestra época. En las chozas de África, en los rascacielos de Singapur, en el Zócalo mexicano o en el Malecón habanero, cientos (¿miles?) de millones de personas se han ilusionado, emocionado, regocijado por los lances del juego y por la parte de gloria que le iba tocando –o no– a su país. Presencié el partido Alemania-España en casa de unos amigos, indígenas ellos, en una ciudad del norte de Baviera, quienes, amén de felicitarnos mostrando su buena educación (como mucha más gente en los días siguientes) eran aficionados de ocasión, en especial las mujeres. Y sin embargo, chicos y grandes estaban pendientes de la marcha del campeonato y de las injusticias, marrullerías o bestialidad visibles, de árbitros ingleses o jugadores holandeses. Por ejemplo.

Es una ilusión. Pues claro, una predisposición convencional generalizada a emocionarse a la que se ha llegado por acumulación, a lo largo de muchas décadas y por la difusión de los medios informativos. Pero aparece el sabio escéptico: ¿Merecen tales parafernalias y fervores unos tíos en calzoncillos dando patadas a un balón? Como si todos los móviles humanos debieran ser racionales, prácticos, de origen sublime (¿quién fija el canon de sublime?). Y como si las ilusiones no ayudasen a vivir, máxime colmadas, como en nuestro caso, contribuyendo a dulcificar las preocupaciones y sinsabores diarios. No por alienación, sino por necesidad de supervivencia. Cualquier actividad lúdica y masiva, o afición o creencia puede ser utilizada, manipulada, desvirtuada, por mucho que en sí misma sea inocente y benéfica. Cualquiera: ideologías, religiones, modas, costumbres, tecnologías, todas son aguas susceptibles de acabar en sucísimos molinos.

Niños de nueve años enloquecidos por el último grito en telefonía celular, macroconciertos (y cuanto hay en su torno) que tal vez tengan mucho de rock pero poco de conciertos, puentes y fines de semana, vacaciones estivales, fanatismos religiosos, perversión de grandes palabras y grandes ideas ("patria" es la que peores embates sufre). De todo ello se pueden hacer caricaturas, ridiculizarlo, dejarlo reducido a simplezas equivalentes a lo de los "tíos en calzoncillos". Por no ofender los sentimientos de nadie omito ejemplos, pero se me ocurre una lista bien larga. Y bien cercana.

¿Qué gloria hay en ganar el campeonato de Sudáfrica?, objeta el purista-moralista (de boquilla, al menos). Bueno está. ¿Y qué gloria había en que Napoleón –personaje poco discutido– se cubriese de ídem en una sola batalla despenando a cuarenta mil hombres entre propios y extraños? En la batalla de Verdún se mejoraron las cifras (250.000 alemanes y 300.000 franceses), todas gloriosas. Y no se entienda como antimilitarismo fácil, porque un servidor no juega a eso. Ganar, o jugar bien, es glorioso porque así lo hemos convenido en un lento proceso. A veces sustituyendo a las armas y los muertos, los sentimientos tribales y de grupo se conforman y sosiegan ganando partidos. Ojalá se sustanciaran todos los conflictos por tan pacífica vía. Aunque así no se resuelvan el paro, la incultura o las feroces desigualdades de todo tipo que padece el género humano: menudo Mediterráneo para descubrir todas las mañanas o en las tertulias de radio y televisión.

Y luego está la cuestión de la belleza, tan ligada a los hábitos culturales, tan relativa con frecuencia. ¿Qué hay de estética en la lidia de toros?, pinchan los muchos antitaurinos que pululan por doquier. Y tienen razón, si se obstinan en ver la sangre y más nada. Pero otros vemos plasticidad del movimiento, colorido, valor, bravura, desafío. Y sin ser muy entendidos. Escorzos, carreras, habilidad corporal, visión estratégica (desde la banda o desde la cancha), sacrificio, preparación... pueden valorarse y admirarse en el fútbol, si se quiere. O no.

En fin, mientras llegan los Premios Nobel en Medicina, el pleno empleo y el reino de Dios sobre la Tierra, alegrémonos con la parcelita de gozo que nos toca y que en nada se contradice con esos loables objetivos (Alemania, ganadora tres veces del campeonato, es una potencia económica, cultural y técnica). ¡Enhorabuena y viva España!

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