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Serafín Fanjul

Bailando con lobos

Un callejón sin salida que Rodríguez allanará con sus océanos de poesía mala, sus elencos de frases cursis y la permanente alegría para tirar de chequera ajena

Para titular este artículo también nos habría valido el nombre de otras películas (“Durmiendo con su enemigo”, “Siete novias para siete hermanos” o, si me apuran, hasta “Cantando bajo la lluvia”), deslizándonos entre el guiño surrealista y dicharachero y la trinchera del realismo más inclemente y feroz: “Arroz amargo”, “Cañas y barro” o “Tierra sin pan”. Por no hablar del toque maravilloso de cuentos de hadas que nos adormecería con “Sissí”, “Sissí emperatriz” o “El destino de Sissí” (Y que me perdone la siempre inolvidable Rommy Schneider).Y muchas más. Todas esas cintas servirían para ilustrar el marco de la incomparable Alianza de Civilizaciones con que a diario nos marean el tándem Rodríguez-Moratinos y su panda de pelotilleros turiferarios. Aunque seguramente la intuición popular ha dicho la última palabra al elegir los oyentes de la COPE la canción “Había una vez un circo…” de los payasos de la tele como cifra y bandera de la benemérita iniciativa político-cultural de Rodríguez.
 
Bien es cierto que profetizar el pasado es tarea fácil, pero –se nos crea o no– varios años antes del 11-S, ya esperábamos alguna forma de conflicto entre islam y Occidente, aunque, debamos reconocer que no tan pronto ni de modo tan virulento. Tal vez los historiadores tomen esa fecha, cuya importancia simbólica ya vamos calibrando, como piedra miliar de ulteriores divisiones cronológicas, y quizás con el mismo rango que el 476 o el 1453. De hecho, marca el despertar de los occidentales tras la siesta feliz y satisfecha que siguió a la caída del Muro, el fin de la Guerra Fría. De pronto, el fin de la Historia, la indiscutida hegemonía americana y el sueño de una prosperidad y libertad sin límites vinieron a mostrar su endeblez ante los ojos de unos occidentales remisos a aceptar que esos dos ejes de su buena vida tienen un precio y que en nuestras mayores virtudes reside el germen de nuestra debilidad. La sociedad abierta, propiciadora de formas de vida envidiables y envidiadas, de repente comienza a cobrar conciencia de que para articular unas relaciones estables a escala planetaria no bastan la buena voluntad, las campañas de UNICEF y la preocupación por las ballenas, que, en el fondo, sólo constituyen adornos para el marco de nuestro propio retrato.
 
Pero la Guerra Fría no la ganaron los hippies con flautas y guirnaldas de flores sino el potencial económico y militar de los países occidentales, algo que los pacifistas a ultranza se niegan a ver, del mismo modo que evitan, sistemáticamente, la evidencia de que sus ternuras amigables y entregadas, para los musulmanes no merecen sino una mueca desprecio. Creen poder coexistir indefinidamente con un sentimiento religioso que, por principio, niega legitimidad de origen y de ejercicio a los principios filosóficos y políticos que animan todo el entramado de nuestras sociedades. Desconocen adrede que si la URSS se derrumbó desde dentro fue porque se sustentaba sobre las bases de una ideología que buscaba una coherencia racional y ésta, a la larga, no pudo soportar por más tiempo la catástrofe económica ligada al aplastamiento de la libertad individual, situación mucho más fácil de eternizar cuando la legitimidad viene de Dios y por tanto la autoridad de quienes la detentan y ejercen en la tierra de manera despiadada.
 
Pero el problema islamista ¿nació aquel 11 de septiembre o, simplemente, en las democracias occidentales se ignoraba por la incomodidad de aceptar su existencia? Incómodo por cuanto comporta de asumir posturas y actuar en consecuencia, es decir, reconocer las contradicciones flagrantes de nuestros gobiernos y grandes corporaciones económicas desde la Segunda Guerra Mundial, en un largo proceso que pasa por la descolonización, las intervenciones puntuales, las guerras de independencia (cuando las hubo), el apoyo generalizado a movimientos y regímenes religiosos y políticos intolerables en el plano ético pero que eran “prooccidentales” (caso de los talibanes afganos contra la URSS) o “moderados” (¡Caso de Arabia Saudí, todavía!). Las connivencias económicas y políticas con oligarquías pavorosas, del mundo islámico en particular, paralizaron la conciencia occidental, hasta que uno más de los grupos de iluminados (al-Qa’ida , Ibn Láden) decidieron quemar etapas por considerarse lo bastante fuertes, sin aguardar a que la penetración lenta diera sus frutos a muy largo plazo. Tácticamente acudía en apoyo de los terroristas islámicos la mala conciencia de un sector de la opinión pública occidental que, sin saberlo, reproduce el complejo judeocristiano de pecado original, al asunción sobre y contra nuestras cabezas de las culpas –reales o irreales- de nuestros antepasados en sus actuaciones en el Tercer Mundo. Para completar el escenario, era preciso investir a los habitantes de esas regiones del Globo con las dulces virtudes del Buen Salvaje y ello, junto al desconocimiento de esas sociedades, ha sido y sigue siendo letal, porque se han aliado la idealización del Otro (hasta esa noción es de origen occidental) con la satanización de lo propio. Un cóctel explosivo (y bien explosivo) que en la recientísima vida española implica exonerar de responsabilidad a los asesinos verdaderos y concretos mientras se culpabiliza a una persona y un partido determinados, en la práctica también víctimas de los atentados de Atocha. El dislate es redondo.
 
El mundo occidental, culpabilizado en bloque, se ve ante una disyuntiva imposible de resolver: o interviene en todos los campos para llevar soluciones racionales y justas (aquí las preferencias por unos u otros verbos dependen de la adscripción ideológica de cada cual: imponer, ofrecer, esbozar, proponer, etc.) con lo que se le acusa de injerencias neocolonialistas al querer conservar el control para desarrollar los cambios; o se le endosa insensibilidad y egoísmo, caso de abstenerse de intervenir. In medio virtus, clamarán los más críticos, con lo que caemos de nuevo en el pantanal del relativismo a la carta. La Declaración Islámica de Derechos Humanos nos exime (al rechazar la Universal) de extendernos sobre este particular, porque tal vez no contradiga la construcción de conducciones de agua potable en tal lugar de Africa, pero sí que se prohíban la ablación y la lapidación de mujeres o que se pretenda escolarizar a las niñas. Y no hay respuestas satisfactorias para el pedido "Ayúdennos a ayudarles". Si las soluciones se tratan de imponer desde fuera es muy fácil que encuentren sangrientas y crudelísimas resistencias y si se entregan al arbitrio de las clases dirigentes de esos países, están condenadas al fracaso, naufragadas entre la corrupción y los más feroces intereses locales. Por añadidura a los de los mismos occidentales que intervengan, difícilmente desprendidos y santos.
 
Un callejón sin salida que Rodríguez allanará con sus océanos de poesía mala, sus elencos de frases cursis y la permanente alegría para tirar de chequera ajena. Si su patria es la libertad, con Asia a un lado y al otro Europa, este señor se está invistiendo de pirata, con canción y todo. Ya no más falta saber quién oficiará de Espronceda - ¿Querrá Polanco?-, mientras Rodríguez nos da su versión de aquello de “Me gusta un cementerio de muertos bien relleno…”, porque hacia eso nos lleva.

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