Mantengo la frase en idioma original tal como se la oí a un ministro francés de Interior con muchas ganas de amolar a un grupúsculo de ultraizquierda. En efecto (“¡Tocadles al bolsillo!”, traducción muy aproximada), es un buen método, pacífico y eficaz, de hacer entrar en razón a quienes desprecian argumentos culturales, históricos, espirituales, afectivos, de respeto institucional o de solidaridad patriótica. Sabida es la contundencia, más pronto que tarde, de poner en el alero las bases económicas de cualquier proyecto o movimiento humano y el refranero lo refleja bien: Donde no hay harina, todo es mohína. Por eso la insumisión fiscal propende a torpedear en uno u otro sector los fondos del estado cuando un grupo no quiere admitir que su dinero vaya a engrosar las arcas que nutren la pervivencia de tal o cual rubro: unos no quieren que sus cuartos sirvan para sostener la policía o el ejército –no entro en la racionalidad de las pretensiones, me limito a enumerarlas–, otros detestan que se financie con sus impuestos a la Iglesia católica, las oenegés, los festivales de teatro, la renovación de las autovías o las subvenciones al cine, la enseñanza o el sursum corda. Y así sucesivamente, hay para todos los gustos.
Pero la objeción fiscal es difícil de llevar a la práctica, sobre todo la selectiva y debemos asumir con la sonrisa en los labios la cruda certeza de que nuestros impuestos van a terminar en alguna medida en las faltriqueras de Llamazares, Caldera o Pepiño Blanco, intelectuales de alto bordo todos ellos, como es sabido. Y no alargamos la lista por no deprimir demasiado a los lectores hurgando en heridas demasiado sangrantes. Sin embargo, y del mismo modo que en algunos países se vota con los pies, marchándose, en la España de los ultimísimos tiempos se ha abierto una vía eficiente y poderosa para al menos llamar la atención de los sordos profesionales; una vía que más que resistencia pasiva significa omisión activa del propio peculio para evitar que con él se nos insulte y ataque. Es un camino pacífico y útil, como mínimo, para expresar la protesta ante atropellos nada imaginarios y quizás, hasta bien dosificado y dirigido, para modificar actuaciones contrarias y nocivas. A raíz del asesinato de Miguel Ángel Blanco algunos tenderos de Ermua –cómplices ideológicos de los asesinos como poco– vieron reducidas sus ventas de manera dramática y los biempensantes progres con la demagogia habitual acudieron en su auxilio por todas latitudes porque se castigaba a inocentes. No entraré en semejante discusión aunque tengo bien claro el fondo de la misma. Sí me interesa más resaltar un fenómeno que ha aflorado en los últimos meses, de forma espontánea, y como resultado de la radicalización y crispación impuesta a la vida nacional –política o simplemente cotidiana– por la izquierda y los separatistas. Sin llamamientos a través de ningún medio de comunicación ni orientada por ningún grupo político, de pronto un sector numeroso de españoles, sólo con sus móviles, su intuición individual y libre y una visión lúcida han sido capaces de tomar la decisión de vivir sin cine español, sin cava catalán o sin Canal Plus. Y no pasa nada. En una sociedad abierta hay alternativas tan divertidas y gratificantes como las que ofrecían esos productos, o más.