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Serafín Fanjul

In hoc Signo vinces

Durante la reunión de capitostes de la OPEP, nuestro entrañable gorila rojo, que tantas alegrías nos proporciona, se santiguó al iniciar su parlamento, frente a la mirada atónita y desaprobadora de los fulanos de cabeza entoallada que le escuchaban.

Cuenta la tradición que Constantino –quien todavía no era cristiano– para vencer a Majencio (312 de C.) recibió el mensaje con que titulamos este artículo, acompañando al signo de la cruz. Sea o no verdadero el relato, lo indiscutible es la derrota del usurpador y su ahogamiento junto al romano Puente Silvio. Ante el hecho cierto de que Constantino abrió el camino a la oficialización del cristianismo en Roma y por tanto en todo el mundo occidental venidero, casi resulta irrelevante si las tropas enarbolaron o no la señal de la cruz, o si se trata, simplemente, de un relato etiológico, es decir construido a posteriori para explicar y fundamentar el desarrollo del acontecimiento histórico de veras conocido. No sólo Constantino derrotó a su rival, sino que con esa cruz por delante la civilización europea se defendió de sus enemigos y sobre ellos triunfó durante muchas centurias, aunque también bajo su amparo, o tomándola como pretexto, se cometieron tropelías y desafueros por los cuales –a mi juicio excediéndose– la Iglesia Católica ha pedido formalmente perdón al resto de la humanidad: estamos a la espera de que las restantes religiones hagan otro tanto, por ejemplo el islam.

De aquel remoto suceso procede la presencia de la cruz en infinidad de banderas, estandartes, escudos y demás bosque de símbolos de identificación y representación de las naciones europeas y de unas cuantas de sus sucesoras allende los mares. Estén más o menos disimulados o patentes los trazos, por la división en cuarteles o por cualquier otro efecto ornamental, la señal de la cruz aparece en escudos de ciudades o regiones españolas numerosas, desde Asturias o Vascongadas hasta Barcelona. Y en el mundo mundial, que dice la voz popular, desde Inglaterra a Dinamarca, pasando por Suiza y hasta Francia (la cruz de Lorena). Por la gran profusión de ejemplos que se podrían aducir referidos a la historia de España, nos contendremos y dejaremos la cosa en el mero recuerdo de lo pequeño: la cruz de San Andrés, o de Borgoña, incorporada por el emperador Carlos como símbolo de los ejércitos españoles, se mantuvo en tal dignidad hasta el siglo XIX, en que los carlistas la hicieron suya por representar lo que consideraban más tradicional y genuino. De ahí la paradójica y ridícula cazurrada que cada año escenifican en Fuenterrabía con motivo de la tamborrada conmemorativa del levantamiento de uno de los asedios con que los franceses acosaron a la ciudad: por no alzar la bandera española actual, enarbolan la de la España imperial. Pues bueno, a mí me parece de perlas.

Pero el objeto de estas líneas no es hablar de heráldica, sino de la patética situación presente en que nos hallamos. Legiones de occidentales, que se la cogen con papel de fumar (y perdonen la expresión, pero el pueblo con frecuencia acierta en estas descripciones) a la hora de relacionarse con otras sociedades y sus símbolos, por aquello de la servidumbre a esa necia tiranía de lo políticamente correcto, por medrosidad (en español también se llama cobardía), indiferencia o espíritu logrero (dar coba al de enfrente para sacarle algo), han dado en ocultar cualquier gesto, todo acto, la más mínima referencia, capaz de "herir la sensibilidad" de quienes no titubean ni se problematizan nada a la hora de exhibir la barbarie más cruda. Desde flagelar, lapidar o cortar manos hasta prohibir el más pequeño contacto de "sus" mujeres con nosotros. Y en eso estamos.

Hace años me escandalicé al referirme que la embajada de Suiza en Arabia Saudí no puede izar su bandera – o se abstiene, quién sabe– ni en el recinto de la representación diplomática para no ofender los siempre tiernos sentimientos de aquellos moros. "Allá se las compongan con sus enjuagues de quesos y relojes puntuales para abrir y cerrar las escalofriantes cuentas numeradas de que vive el país", pensé con cierto hastío. Y por la misma razón, hace unas semanas, me carcajeaba a mandíbula batiente cuando a muy poca distancia de la tal embajada pastelera, en el mismo Riad y durante la reunión de capitostes de la OPEP, nuestro entrañable gorila rojo, que tantas alegrías nos proporciona, se santiguó al iniciar su parlamento, frente a la mirada atónita y desaprobadora de los fulanos de cabeza entoallada que le escuchaban. ¡Y sin poder meterle mano!

Ignoro si el tipo de verdad es creyente, o si se reducía todo a un movimiento reflejo para calmar los nervios o –desde luego– si se percataba de lo mal que iba a caer el gesto entre semejante parroquia que, por cierto, no se recata de comenzar sus peroratas con un Bismi-llahi-r-rahmán ar-rahím (En el nombre de Allah, el Misericordioso, el Apiadable) que no se lo salta un gitano. Desconozco tales extremos, pero me cayó simpático que en el bazo de Arabia Saudí (el corazón es La Meca) nuestro pariente que se las da de indígena acudiera al signo de Constantino, el de la victoria. Del cónclave Chávez salió trasquilado pero por otros motivos en nada relacionados con símbolos religiosos, sino con la estrategia global de los saudíes de no aperrear demasiado a Occidente con el precio del petróleo, lo cual puede ser peligroso y atendiendo a aquel proverbio árabe: "Si tu amigo es de miel, no te lo comas entero."

En su elementalidad, Chávez vino a constituir una excepción, porque si nuestro ministro de Defensa –o asesores biempensantes– tuvo la feliz idea de denominar "al-Andalus" a la base de las tropas españolas en Iraq y de arrancar la cruz de Santiago de los emblemas de nuestros soldados de Caballería allá destacados –como si a los iraquíes les importaran tales parvadas–, el Senado italiano se cubrió de gloria escondiendo un cuadro de la batalla de Lepanto que lucían sus salones. Aunque el colmo del dislate y la majadería llega cuando abroncan en Turquía –con gran despliegue de vestiduras rasgadas por parte de aquellos supuestos europeos que quieren entrar en la UE– al Inter de Milán en su partido con el Fenerbahce por llevar sus uniformes una cruz, signo intolerable y ofensivo en ese país, espejo de moderados; o cuando omiten la cruz de San Jorge en el escudo del Barcelona Club de Fútbol para vender camisetas por los mismos andurriales, los de la moderación, vaya. Si las prendas son apócrifas, falsificadas en Taiwán o Beirut, mal, y si se fabricaron en Tarrasa, mucho peor. El caso oscila entre la golfería y la bajada de pantalones: a elegir.

Y cambiamos de escenario: el domingo se celebró en Madrid el magno encuentro de las familias promovido por la Iglesia. El mensaje fue claro para quien quiera escucharlo: sin batallas en el Tíber ni agresiones contra nadie, recordemos a Constantino (a quien, por supuesto, nadie mencionó) y el lema y los sentimientos que propiciaron su éxito. Recuérdenlo los del perfil bajo: In hoc Signo vinces (Con esta señal vencerás). Y mójense, caramba. Y no sólo en política familiar.

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