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Serafín Fanjul

Perplejidades olímpicas

Tal vez nuestros medios de comunicación sean los responsables de crear expectativas y héroes futuribles sobre bases imaginarias o dudosas; o, en ocasiones, de echar las campanas al vuelo a partir de meras posibilidades.

Cuando escribimos aún no han terminado los Juegos Olímpicos y, por tanto, tampoco ha finalizado el reparto de galardones, elogios y comentarios más o menos banales, pero ya se puede establecer un cierto balance de lo sucedido que, como es habitual, no suele ser muy feliz para nuestro país. Para entendernos y saber por qué aguas navega cada cual, aclararemos que el arriba firmante practica moderadamente algún deporte y con mayor parsimonia contempla algún otro de vez en cuando, lejos, pues, de ser un teleadicto practicante pasivo de esfuerzos que no hace. En segundo término, cumple señalar que no achacamos los escasos resultados a nuestros deportistas, gentes dignísimas que hacen cuanto pueden en condiciones no siempre favorables

Por último, como principio general, cabe afirmar que excelentes niveles en deportes de alta competición (caso de China o, en otros tiempos, de la RDA y la URSS o, en menor escala, de Cuba) no son correlativos necesariamente con una vida envidiable en las susodichas y laureadas naciones, aunque sí revelan un intento de los poderes políticos de esos estados por conseguir una hinchazón artificial de su prestigio.

Es un mal indicio que sepamos los nombres de los españoles que alguna vez han despuntado en disciplinas propiamente olímpicas. Esto significa que son poquitos, en más de un siglo. Y "propiamente olímpicos" son el atletismo y la natación: el resto es paisaje decorativo, meritorio y útil para maquillar, sumando números, la paupérrima actuación en las especialidades serias. Se diga lo que se diga, no es lo mismo una medalla en volley-playa o en ping-pong que en maratón o cien metros lisos. Por razones comerciales y de espectacularidad (con la pasta gansa que eso mueve) se han ido admitiendo deportes que no eran olímpicos, y así hemos llegado a la proliferación actual. Cualquier día admitirán el parchís y entonces será nuestra venganza y festín: un jubilado de Sigüenza ganará todos los torneos, en competición absoluta, por puntos o en equipo (con su primo Braulio, que es otra fiera en la modalidad sentados y con carajillo).

Insistimos: nos alegramos por los éxitos hispanos en esto y aquello (por nuestro país, que tanto lo necesita, y por los deportistas mismos, recompensados en su esfuerzo), pero lo conseguido no se corresponde con el desarrollo general de España y con lo que cabe esperar, por consiguiente, de toda nuestra maquinaria deportiva.

Tal vez nuestros medios de comunicación sean los responsables de crear expectativas y héroes futuribles sobre bases imaginarias o dudosas; o, en ocasiones, de echar las campanas al vuelo a partir de meras posibilidades. Hace unos días presencié un ejemplo paradigmático: por una vez y sin que sirva de precedente, me quedé casi toda la noche oteando la prueba de triatlón, con la decepción consiguiente. Y es que el locutor daba tan por seguro el triunfo de aquel paisano da Terra que hasta parecía desasistimiento y traición no acompañarlo en sus crudísimos esfuerzos con el sacrificio de unas horas de sueño. Lo peor no fue que quedara cuarto (otro más) sino la tabarra de seguridades que el bocalán zascandil de la tele nos ofrecía ("no pasa nada", "les está dejando", "ustedes tranquilos: ganamos de fijo", etc. ) cuando la cosa estaba en veremos, incluso faltando escasos metros y con el alemán a medio cuerpo y amenazando con lanzarse como se lanzó.

Luego vinieron las eternas justificaciones, excusas, subterfugios y lamentos: que si dolencia estomacal, que si los árbitros la tienen tomada con nosotros, que si hacía calor, o frío (como si el calor no existiese igual para todos), o la altitud, o la bajura, o el viento. O lo que sea. Pero el locutor no dio señal de arrepentimiento o enmienda. Como tampoco la da un preboste del atletismo que vaticinó, sólo en esa área, de doce a catorce medallas (y llevamos ninguna). Lo nuestro –como de costumbre– es la farfolla, la cháchara y la engañifa. Suma y sigue.

Una última exposición de hechos nada baladí: el Comité Olímpico Internacional prohíbe que los españoles exhiban signos externos de duelo por el accidente de Barajas y permite, sin embargo, que unos daneses cambien de barco y participen en su regata con el de otro equipo: bravo. Pero más bravo aún, en materia de uniformidad y orden en los atuendos, es que el mismo COI –tan reglamentista con nuestros muertos– consienta que una pava de Bahrein compita con un vendaje o cosa así en la cabeza, de suerte que no sabemos si es la momia de Tutankhamón rediviva o una fugitiva de Urgencias que no quiere ni ver al Dr. Montes. Se supone que es una concesión a la indumentaria islámica que se han sacado de la manga los islamistas (en realidad, nadie sabe con precisión qué ropajes llevaban, o no, las huríes de hace catorce siglos). En Oriente y Occidente no se cansan de alimentar a la Hidra: ¡qué lucidez! Y los burócratas españoles (Lissavetzky, Samaranch y compañía) se hernian defendiendo las posiciones españolas, también como siempre.

Cuando concluyo este artículo, David Cal –otro paisanoda Terra–ha debido conformarse con la plata. Y que no falte, que diría mi abuela.

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