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Serafín Fanjul

Rajoy

En fin, don Mariano, lamento decirlo, aunque con toda sinceridad: le votaremos, pero sin ninguna convicción. Y de entusiasmo ni hablemos.

Es difícil decepcionarse cuando uno no se halla previamente ilusionado o interesado por algo o alguien. Mariano Rajoy, en la TVE socialista, corroboró la impresión que sobre él y su política, actual o futura, ya albergamos muchos españoles: si alguna vez llega al Gobierno, será un gestor honrado, trabajador, prudente y cuidadoso de cumplir y hacer cumplir hasta la última palabra de la letra pequeña en normativas, métodos de actuación ("protocolos", dice ahora cualquier secretaria para describir la forma con que conecta el ordenador), desarrollo de proyectos o elaboración de una ley.

Quiso dar la imagen contraria a la del golfete socialista, o progre en general, y lo consiguió a la perfección porque, muy probablemente, él es así. Si su oponente rebalsa caradura, frivolidad y prepotencia, él aparece moderado y contenido ("sensato", "normal", adjetivos que repite mucho). Si el otro es un indocumentado que chapalea en todos los charcos y continúa en casa empercochando los suelos con el barro que arrastra, él es atildado en las formas y serio en el estudio. Si la tónica habitual de toda la oposición al PP es agresiva e insultante, Rajoy demuestra a las ancianas aun lúcidas su condición de hombre de orden y que, aunque no lo sea, podría ser de comunión diaria.

Se culpa mucho a sus asesores y cerebros grises (lo de cerebros es un decir) de llevarle por el camino de la balsa de aceite y el fomento del encefalograma plano para los españoles (misma táctica aplicada antes de marzo de 2004, ya se vio con qué resultados), pero no podemos creer que él sea ajeno –y, simplemente, arrastrado– a semejante tremedal: él es responsable de la línea política que se acabe adoptando y es impensable tal desenlace sin su anuencia y voluntad. Están en lo del centro ("el caladero de votos", fulminan con suficiencia de sabelotodos al oír cualquier objeción), no les interesa saber de las opiniones que se van a enajenar con actitudes tan cortitas y titubeantes, convencidos de que infinidad de sus votantes, aun indignados por sus cortedades, terminarán hincando el pico y repitiendo ante la amenaza de que vuelva a ganar Rodríguez. Tampoco les suena de nada que los éxitos electorales del PSOE, empezando por González, se han basado desde el 82 en galvanizar a su tropa ("¡Dáles caña, Arfonzo, dáles caña!"), en sacarla a la calle y, a ser posible –y lo ha sido–, en aperrear, injuriar y acogotar a los chicos del PP, que tantas facilidades dan. Quieren ganar con la "gente normal" y hablándole de "los problemas reales que preocupan a la gente normal". Busco en el diccionario: "Normal: 1. Dícese de lo que se halla en su natural estado. 2. Que sirve de norma o regla. 3. Dícese de lo que por su naturaleza, forma o magnitud se ajusta a ciertas normas fijadas de antemano".

Con toda lógica, una de las seleccionadas (sería bueno conocer cómo la TVE socialista y el señorito progre Milá eligieron a los inquiridores), cuyas narices y ojos echaban fuego de agresividad, desprecio y odio contra quien juzgaba un espantapájaros de la asquerosa derechona, preguntó si ella no era una persona normal por no asistir a la última gran manifestación, primera convocada por el PP. La respuesta de Rajoy fue de las acostumbradas, a base vaguedades y perogrulladas: consigue impacientar a los propios sin convencer de nada a los contrarios. ¡Ah, pero queda el centro! Y el centro es un punto, más exactamente el punto cero. Aleluya.

En vez de entrar a degüello –metafórico, claro– con la normalísima joven utilizando el nutrido arsenal de argumentos que existen para machacarla y avergonzarla por su mezquindad, don Mariano prefirió no hacer sangre y persistió en la pecina de sus inconcreciones, eternamente olvidado de que el millón y medio de personas, o más, que allí estábamos no nos habíamos dado el paseo por las pensiones, el horario de los autobuses o –ni siquiera– por la bajada del IRPF. Es una evidencia: nos encontrábamos allí porque Rodríguez, con la complicidad activa de IU y los separatistas, está desmontando el Estado y arrasando la Nación. Un secreto a voces que don Mariano conoce muy bien, pero él prefiere hablar de "normales" más que de patriotas indignados, dando pie a que la inquiridora, transmutada en inquisidora, le espetase la retórica pregunta de si ella no es una persona normal por importarle un bledo que De Juana pasee feliz y riéndose a mandíbula batiente, o porque España se vaya al tacho (veremos qué dice esta lista si le tocan el bolsillo o si peligran sus vacaciones, pero ése es otro asunto). En verdad, de "normales" como ella en España hay muchedumbres y Rodríguez los representa y pastorea a la perfección. Innegable, así que, don Mariano, ojo con usar vaguedades con tal profusión, que las carga el Diablo.

Tal vez una cuestión previa sería saber cómo seleccionaron a los asistentes, en qué forma decidieron éstos sus preguntas y por qué el presentador las conocía previamente. Como no hay ningún motivo para suponer un gramo de honradez y objetividad en los organizadores, un servidor resalta que los favorables –o supuestos favorables– a Rajoy eran, casi todos, personas de instrucción y capacidad expresiva deficientes, en tanto quienes asaeteaban con miradas de odio despectivo a Rajoy (la palma, con ventaja, para dos catalanas, una de las cuales, charnega agradecida, ostentaba los sonoros apellidos Pérez y Pérez), destacaban por su agresividad y fanatismo en el modo de argumentar. Nada de esto es culpa de Rajoy, por supuesto, y ya sabía dónde se estaba metiendo y lo aceptó como parte del guión, o del sueldo que no quiso confesar: ¿por qué no replicó que gana lo que cualquier otro diputado más los pluses oportunos –imagino– por desempeñar tal o cual función, igual que socialistas, separatistas o izquierdos-unidos?

Algunos capítulos quedaron casi inéditos: la política exterior, fuera de Iraq o mandar tropas al extranjero, lo único que suena y, por tanto, interesa a los celtíberos; la política de enseñanza en que sólo aclaró, sin extenderse, su lógica y esperable postura frente a la Educación para la Ciudadanía o la clase de Religión, insistiendo con la fe del carbonero en la pócima milagrosa del Inglés, por delante del español y sin esbozar solución alguna a tantos padres que en Cataluña, Baleares o Vascongadas quieren enseñanza en castellano para sus hijos.

Como era de temer, no se atrevió –quizá tampoco lo desea– a coger el toro por los cuernos y decir lo que muchos españoles pensamos: el glorioso Estado de las Autonomías ha incurrido, entre otras, en dos jaimitadas notables, bombas de relojería que pueden volar todo el invento, y son haber entregado la enseñanza y el orden público a las comunidades autónomas, en especial a aquellas con partidos secesionistas manifiestamente desleales. Lo dicen a voces ellos, no yo. En definitiva, tenía razón Azaña, que no es sospechoso de pepero: "nuestro país necesita más maestros y más guardias civiles". Maestros para vencer la pavorosa ignorancia, origen de todos nuestros males; y guardias, leales, que mantengan el orden y la justicia mientras llega el nivel de civismo y cultura (palabra inédita en la velada nocturna con Rajoy) de que carece nuestra gente. Demasiada claridad para un político de nuestros días.

Un servidor no tiene la fórmula maravillosa para constituir una selección nacional de fútbol capaz de ganar el Mundial –imagen que sería muy del gusto de Rajoy– y, por consiguiente, no trato de darle lecciones. Y tampoco estaba allí para responder, pero sí puedo, con el mismo derecho que cualquier otro español, señalar algunos puntos en que las contestaciones se quedaron en manifiestamente mejorables.

A la petición de cambiar la ley electoral –idea que aplaudo, como infinidad de gentes– para acabar con el chantaje de cuatro gatos ensoberbecidos, Rajoy se escurrió y como hombre de orden que es, se decantó más bien por continuar como hasta ahora, o sea –añadimos– degradando la convivencia y la igualdad entre españoles, que dice buscar.

Sobre el 11-M. dijo lo esperable y no hay por qué pedir peras al olmo. Ahí la prudencia es virtud grandiosa.

Sobre la intervención americana, que no española, en Iraq, se quedó cortísimo –también esperado–, picando en el anzuelo de las "armas de destrucción masiva" y sin resaltar que el mundo (Iraq incluido y pese al terrorismo islámico) está mucho más limpio sin Saddam que con él. Vean las recientes declaraciones de Pascale Warda, ex ministra iraquí, de visita por España en estos días y tal vez se queden perplejos ante la falsificación permanente sobre la situación de conjunto, que denuncia, en nuestros medios de comunicación. Y no sólo en el grupo Prisa.

Acerca del aplastamiento de los hispanoparlantes de Cataluña y la minúscula denuncia de Telemadrid en su documental, Rajoy jugó a no encabritar más a quien jamás le va a dar ni agua. Como si el odio y el rencor se pudieran aplacar con medias tintas y como si alguna vez quienes en Cataluña comen dos pollos en tanto los extremeños yantan cero pollos fueran a admitir la exótica idea de que todos debemos ingerir uno y ser iguales en derechos básicos (por ejemplo, inversiones o juridicidad). El problema no es que Telemadrid confeccionase un documental bien moderado, sino que las situaciones allí reflejadas son reales y que las palabras grabadas las pronunciaban de verdad los entrevistados, desde la monja que denegaba plaza para estudiar en castellano en un colegio, hasta un individuo apellidado Calzada que proponía la puerta para quien quiera estudiar en español, o la señora Rosa Regás, directora de la Biblioteca Nacional –¿de qué país?– que con desvergüenza ejemplar sólo ofrecía el amolarse y punto, o el educadísimo fulano del final –creo que vive del teatro o algo así– que interpelaba a la cámara: "¿Qué coño le importa a Telemadrid si se enseña castellano o no en Cataluña?". Son todos testimonios auténticos, no inventados: ése es el problema. Y quién somos nosotros para meter las narices en su vedado. Ante todo esto, el tildado de centralista, fascista y etcétera Rajoy no dijo ni mu.

Frente al inquisidor progre que acusaba de que "en sus manifestaciones hay banderas preconstitucionales", Rajoy no tuvo la menor contundencia y se fue por los Cerros de Úbeda, contestando que él no las ve, cuando es palmario que todo el mundo tiene derecho a llevar por la calle la bandera que le dé la gana. Se podría apostillar que el partido convocante establece los lemas y los símbolos de sus manifestaciones y es verdad, pero resulta irrelevante media docena de banderas con el águila de San Juan entre millón y medio de personas y un mar de otras banderas "constitucionales". O se organizan servicios de orden similares a las SA nazis o es imposible obligar a todos los asistentes a ser buenecitos y no corear alguna que otra frase subida de tono, al estilo de cuantos insultos, procacidades y amenazas profiere la izquierda en sus concentraciones, a veces con ministros (y ministras) socialistas el frente. Y con abundancia de banderas republicanas. Y no sé si ya sería excesiva nota bibliográfica para convencer a quien no quiere ser convencido de nada, recordarle que la bandera con el águila fue constitucional entre 1978 y 1981.

Hubo preguntas, cuya respuesta los organizadores de TVE daban por seguro sería ambigua y melíflua, dirigidas a que Rajoy encabronara con su contestación a su propia gente, para así socavar su apoyo, tales las bodas homosexuales, el agua, las alusiones a la crispación (provocada y sostenida, desde 2002, por el PSOE, con el aplauso de su monaguillo Llamazares), o la cadena perpetua para asesinos. En este último punto, don Mariano nos repitió el cuento que nadie se cree de la regeneración y reinserción de delincuentes: vuelta a repetir que el rey luce deslumbrantes galas. Siga la simulación y sigan los muertos. Pero el interpelante, gasolinero de profesión, quizá se ve asesinado cualquier día de éstos por un futuro regenerado y reinsertado, y no le consuela nada que el modélico sistema judicial español logre tales maravillas de superación de las bajas pulsiones humanas. Sabido es: al burro muerto, la cebada al rabo.

En fin, don Mariano, lamento decirlo, aunque con toda sinceridad: le votaremos, pero sin ninguna convicción. Y de entusiasmo ni hablemos.

En España

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