Si la política es el arte de lo posible -tal cual la definiera el gran Von Bismarck, un hombre que no hablaba a humo de pajas-, cabe pensar que su ejercicio no se aviene con quienes no distinguen entre lo irrealizable y lo hacedero. O, dicho de otro modo, y apeándole al "dictum" el marbete académico, la gestión de lo público no es un juego de niños porque lo propio de los niños (ya sean niños grandes, o, incluso, niños viejos) es obstinarse en negar que lo real limita y condiciona los deseos.
La cosa viene a cuento de que ahora y aquí, en un país tronzado tras el tantarantán del 24-M, una horda de niñatos (y niñatas) de todas las edades y todas las raleas se encuentra en condiciones de emplear el poder como una varita mágica con la que alcanzar sus sueños y, al mismo tiempo, acrecentar la pesadilla de los que aún sigan despiertos. A nadie se le oculta que en ese jardín de infancia que pretenden vendernos, los que habrán de pagar los platos rotos, si no la vajilla entera, serán aquellos que no transijan con los párvulos ni con los maestrillos que sacan lustre a su inocencia. Los que objetan que, al cabo, "lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible", puesto que en la espaciosa y triste España el aforismo de Guerrita (atribuido, por supuesto) tiene el mismo valor que el del canciller de hierro.
Sucede, sin embargo, que en esa turbamulta de augures de café y politólogos de barra que han sometido el veredicto de las urnas a los rigores del polígrafo mediático, la mayoría se ha volcado en anunciar el hundimiento de los grandes partidos durante las generales, mientras que casi nadie -exceptuando este diario- ha hecho hincapié en que la peste cárdena acabará siendo letal si es que se enquista en las ciudades. Y ahí es donde el dedo se zambulle en la llaga. Madrid y Barcelona se encuentran sólo a un paso de transformase en escenario de un desquiciado experimento de ingeniería social que aspira a subvertir de arriba abajo el entramado que sostiene lo más elemental y cotidiano.
Si Ada (o el ardor) ha pregonado que las leyes únicamente obligan a los alienados por la casta, la jueza Carmena calla (calla luego otorga, si no de iure, de facto) minimizando el exabrupto de la jovenzuela en armas. ¿Qué iba a decir si ella -en un tiempo, ¡ay Carmena!, demasiado lejano- también era capaz de echarse al monte en plena calentura revolucionaria? Así andan las cosas antes de que se cumplimente el pacto del PSOE con la legión de espectros que habrán de devorarle y del PP… ¿Con quién? Consigo mismo; a los efectos, con nadie.
Bien es verdad que el panorama podría ser peor; que en este erial agónico en el que declinamos, sólo la ley de Murphy resulta inapelable. Pero si Pablo Iglesias se sale con la suya y logra llegar indemne a la estación Finlandia, los Eurofigthers de Bruselas (los trajeados, no los cazas) le afeitarán las ínfulas y le dulcificarán las garras. Por el contrario, Madrid y Barcelona alumbrarán un nuevo clásico en el que disputarse el título de capital del disparate.
¿El arte de lo posible? Déjese usted de historias y despeje la cátedra. Hoy por hoy, lo posible, si la martingala cuaja, es que Carmena nos lleve al huerto y Colau al kindergarten.