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Tomás Cuesta

Churchill, Rajoy, Rivera

Un día a la semana un coche vacío detiene su andadura frente a la entrada del Congreso. Se abre la portezuela y desciende… el Gobierno.

Un día a la semana un coche vacío detiene su andadura frente a la entrada del Congreso. Se abre la portezuela y desciende… el Gobierno.

Winston Churchill perdió unas elecciones prácticamente al día siguiente de ganar una guerra y no perdonó jamás que el pueblo soberano, en vez de sacarle a hombros, le enviara a orearse al dique seco. Sangre, sudor, lágrimas, esfuerzo… Todo para que, de repente, llegue un chisgarabís, te deje sin poltrona y te madrugue la merienda. Pero así son las cosas y el chisgarabís del cuento (un laborista, Clement Atlee, del que pocos se acuerdan) se fumó un puro a expensas de la vanidad del héroe. Churchill, que nunca aprendió a perder y al que el fair-play británico le caía muy lejos, se vengó convirtiendo a su rival político en un chiste cruel (es decir, inclemente) que circuló por los Comunes a una velocidad de vértigo. "Día tras día -rezaba la ocurrencia- llega un coche vacío al 10 de Downing Street. Se abre la portezuela y Atlee echa pie a tierra". Para elevar el ninguneo a su máxima expresión, mézclense según arte la saña y el ingenio.

Mariano Rajoy, que no se parecería a Churchill ni aunque posara, igual que antaño, con un zepelín entre los dientes, podría, sin embargo, acabar como éste cuando, habiendo vencido a Hitler, las urnas le vendieron. El Hitler del gallego es el espectro de la crisis; el campo de batalla la economía y sus misterios. ¿Quién esquivó un rescate que algunos pretendían pagar a tocateja? ¿Quién ha embridado el gasto público y atemperado el déficit? ¿Quién ha logrado hacer que el paro, en lugar de un abismo, sea un despeñadero? ¡Tú, presidente, tú! ¡A ti te lo debemos! Así pues, y siendo lo anterior una verdad palmaria, una realidad apuntalada por magnitudes y tendencias, no cabe pensar ni en sueños que el pueblo soberano le deje en la estacada después de la pelea. Sangre, sudor, lágrimas, esfuerzo. ¡Tanto esfuerzo! Todo para que, de repente, llegue un chisgarabís de tres al cuarto, un pintón traficante de humaredas, a madrugarte la parroquia…, y la poltrona, y la merienda.

El caso es que Rajoy tiene, también, un Atlee, una presencia fantasmal que le encocora y le desvela, un enemigo del que huye por las escarpaduras del silencio. Del mismo modo que en su momento negó a Bárcenas sepultando su nombre en un pozal de amnesia, ahora se ha empeñado en renegar de Albert Rivera. Ciudadanos no existe, y su líder aún menos, porque el Sumo Hacedor, el Señor de los Tiempos, ni siquiera los mienta. Reconocer que están ahí, cultivando un terreno que él, voluntariamente, ha dejado en barbecho, le obligaría a despojarse de la armadura del desprecio. Dar fe de que han pescado -y lo que te pescaré, Moreno- en aguas andaluzas los peces que su abulia expulsó del caladero, le habría puesto ya a dieta de soberbia. Al cabo, lo de Atlee, fue una historia menor, una simple historieta, que permitió al bueno de Churchill descerrajarle una agudeza. ¿Y Rivera? No comment. A ese don nadie el presidente no le admite en su agenda.

Un día a la semana un coche vacío detiene su andadura frente a la entrada del Congreso. Se abre la portezuela y desciende… el Gobierno.

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