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Tomás Cuesta

La caída de la masía Usher

Estamos asistiendo a una desacralización inapelable del santuario de la piratería a patria puesta y de las corruptelas a calzón quitado.

Estamos asistiendo a una desacralización inapelable del santuario de la piratería a patria puesta y de las corruptelas a calzón quitado.
Jordi Pujol y Ferrusola salen de su casa durante el registro | EFE

Y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher.

                                                                                   Edgar Allan Poe

Mientras el Parlament de Cataluña blande el garrote del "procés", llama a la insurrección y conjura a las masas, la policía ha desmontado en tres horas escasas un tinglado simbólico que parecía inexpugnable desde hace, a vuela pluma, casi cuarenta años. El registro (el asalto, como podrán leer, hoy mismo, en la deposición de los plumíferos de vuelo gallináceo) del domicilio familiar de los Pujol en uno de los ejes de la ciudad pasmada, representa algo más que un acopio de pruebas de las actividades delictivas del padre, de los hijos y, a poco que rebusquen, del espíritu santo. A lo que estamos asistiendo es a una desacralización inapelable del santuario de la piratería a patria puesta y de las corruptelas a calzón quitado.

El piso de la ronda del General Mitre (dos pisitos que, unidos, alumbran un pisazo) es una suerte de aldea Potemkin, un mero trampantojo, un decorado insípido y ayuno de carácter, que ha permitido al amo lucrarse sin alardes y sin atizar la envidia de un pueblo de lacayos. Jordi Pujol instaló su guarida en un ni fu ni fa del nomenclátor bien estante para poder presentarse ante los suyos (que, al cabo, lo eran todos: unos porque creían y los demás porque callaban) como un ejemplo vívido de las virtudes mesocráticas. Como alguien que, consagrado a "fer país", no tenía ocasión, ni voluntad, ni ganas, de zambullirse en lo doméstico y dar lustre a su casa.

¿Cuántas veces, y en cuantas voces, habremos escuchado "això és un president!" al pasar por delante de aquel portal de marras? Un president que renunció al boato, las pompas y los fastos que el caserón de los Canónigos le habría prestado al cargo para asentar sus posaderas en la normalidad inmobiliaria, ¿no dejaba en porretas a quienes, en Madrit, se consumían por catar las mieles de palacio? Bien es verdad que el caserón de los Canónigos, además de helador, está preñado de fantasmas: el del "avi" Macià cuela por entrañable; el de Companys porque, a la postre, siendo un memo fue un mártir; pero el de Tarradellas vade retro y lagarto, lagarto. Aún sigue, erre que erre, tocándole los dídimos y ululando en su cara.

Al cabo, el sacrificio, amén de no ser tal, dio pie a la coartada. ¿Qué mejor tapadera que una vivienda sin historia, sin vaniloquios, sin prosapia, si lo que se pretende es que, al espumear la olla podrida, el tufillo no alerte al vecindario? Mas hete aquí que, ahora, al franquearse el tabernáculo, al sucumbir ante el empuje de un vendaval de iniquidades, la historia ha penetrado en el hogar de los Pujol que, a falta de condena, han sido desahuciados. El caso es que la masía Usher acaba de venirse estrepitosamente abajo y es muy de lamentar que no haya un Poe de guardia que nos ayude a conjugar el drama con la farsa.

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