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Tomás Cuesta

La criminalización exprés del hereje Rivera

Traidor hasta los tuétanos, farsante hasta las cachas, Rivera es hoy por hoy un granuja ecuménico que encocora a los diestros e incordia a los zocatos

La criminalización exprés de Albert Rivera tras el acuerdo de intenciones que suscribió con Pedro Sánchez pone de manifiesto que en los consensos espontáneos (los que nadie se arroga pero todos acatan) es donde la política se muestra tras cual es y donde los políticos revelan su calaña. A Rivera le atiza la izquierda cimarrona y le difaman los pancistas de la derecha empesebrada. Los populistas le motejan de lacayo del Ibex. Los populares de logrero, de estafador y de bellaco. Le acusan, a babor, de ser la careta amable de los depredadores de la casta. Pregonan, a estribor, que su coyunda con el PSOE no sólo le retrata sino que le delata. Traidor hasta los tuétanos, farsante hasta las cachas, Rivera es, hoy por hoy, un granuja ecuménico que encocora a los diestros e incordia a los zocatos. Pablo Iglesias le veta porque el centrismo no da alas al vértigo suicida del cambio por el cambio. Y Rajoy, por su parte, le bate sin cuartel, le aporrea sin tregua, le zurra sin desmayo por haberse negado a ser el Tío Tom del amito Mariano y ennoviarse con Sánchez, que aun siendo un mal partido, es menos humillante que hacer el papelón de perfecta casada.

Espumean las fauces de los perros de prensa, ahúman los braseros de la inquisición mediática, apestan las letrinas de las redes sociales, el escrache moral preludia la campaña, se ha sentenciado al reo sin escuchar el alegato. Poco importa que el ciudadano Albert Rivera haya aguantado el tipo, consolidado el cuajo y ahormado la embestida de una alimaña con resabios. No procede alegar en su descargo que en los doscientos ítems que apuntalaban el enlace ni se metió a barato lo esencial, ni lo accesorio comprometía el ideario. Como tampoco es pertinente argumentar que el condenado ejerce de custodio de la virtud de su cofrade, sofoca sus ardores y atempera sus ansias. Al cabo, hace las veces de cinturón de castidad frente la obscenidad palmaria con la que el sietemachos podemita funge de gigoló del progresismo rancio. No hay excusa que valga, no hay tonada que amanse la cólera del cíclope después de que un don nadie le mesara las barbas.

A Mariano Rajoy, que ha convertido el egotismo en una especie de régimen autárquico, no le acelera el pulso que Cataluña se subleve o que el encampanado Otegui vuelva a disparatar a bocajarro al salir de la trena. Lo que a Rajoy le descompone y le aborrasca el ceño es que un chisgarabís, un petimetre, un figurín de tele tienda, haya contrarrestado con desdén el desdeñoso desapego del todavía presidente y haya tenido el papo de subrayar el todavía con una invitación a quitarse de en medio. Pero Rivera, ay, no ha caído en la cuenta, de que lo que articula al marianismo es la adhesión inquebrantable, la fidelidad pastueña, la mansedumbre a tocateja. La sumisión, en suma, con un barniz de coherencia. De ahí que el objetivo que persigue la criminalización exprés de Albert Rivera no sea tanto desarbolar al enemigo como borrar del mapa al insumiso y cortarle las alas al hereje. ¿Reaccionario travestido? ¿Lobo socialdemócrata con trazas de cordero? Dejémoslo en hereje que es lo que escuece y lo que inquieta.  

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