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Tomás Cuesta

La niña de la curva

Después de emanciparse de los límites que constreñían sus enjuagues, la política enhebra el territorio del poder a la manera de una red viaria.

Después de emanciparse de los límites que constreñían sus enjuagues, la política enhebra el territorio del poder a la manera de una red viaria.
EFE

Antes de que el maná europeo reconvirtiese en autovías nuestra áspera madeja de carreteras secundarias, la niña de la curva era un fantasma ubicuo que se manifestaba de improviso en las charlas de barra y que alcanzaba incluso, en la alta madrugada, a encaramarse al micro, amigo conductor, de la inefable Encarna Sánchez. En las noches de niebla, de sólido aguacero o de filosa helada, la niña de la curva se aparecía al viajante para advertirle de que allí, en ese lugar infausto, ella y los suyos se habían abismado en las insaciables tragaderas del asfalto. Y que era, desde entonces, un alma sin almario condenada a purgar la ineficacia de los gestores del Ministerio de Obras Públicas y de los responsables del tráfico rodado.

El caso es que la niña de la curva -un personaje que, a fin de cuentas, conjugaba la vena tremendista de don Ramón del Valle-Inclán con la exquisita intriga de la fabulación borgiana- acabaría por encarnar un referente, si no real, cercano y entrañable. La historieta, hoy por hoy, les parecerá hilarante a cuantos no transigen con los aparecidos o las ánimas y ponen, sin embargo, los ojos como platos cuando una legión de espectros farfulla obscenidades frente a las cámaras carnívoras de la telemiseria a ultranza. Es verdad que empacharse con la nostálgica compota de la alacena del pasado resulta peligroso, además de falsario. Pero también es cierto, metidos a elegir, que los delirios antañones tenían más prestancia.

Recuperemos, por lo tanto, la neblinosa imagen de la niña de marras y proyectémosla sobre las fantasmagorías actuales a guisa de metáfora. Después de emanciparse de los límites que constreñían sus enjuagues en la polis clásica, la política enhebra el territorio del poder a la manera de una red viaria. De un totum revolutum donde en las autopistas velocísimas hay que pagar peaje al rodillo mediático y donde aquellos que prefieren ir por libre y vagar a sus anchas por caminos no hollados se abstienen de pagar, pero se pegan el guantazo. Por lo demás, se ha incrementado el parque móvil (podría decirse, incluso, que al fin se ha renovado) y en consecuencia media España tiene que vérselas ahora con un gigantesco atasco.

De un lado están las limusinas del PP que, tras quedarse en el arcén con el motor descangallado, quieren dar fe de vida dándole gusto al claxon. En la otra amura, en cambio, la abigarrada horda que ha permitido a Pablo Iglesias posar en plan Mad Max entre las ruinas de la democracia, se niega a reconocer el código, se fuma las señales y se lanza a degüello en dirección contraria. Mientras, el PSOE por último -pero no menos inquietante- sigue perdiendo aceite en la tierra de nadie, dudando a quién seguir y a qué carta quedarse. Con semejante panorama, hay que reconocer que Albert Rivera es un piloto hábil, además de sensato, que ha esquivado el pitote por el carril más despejado.

El peligro, no obstante, es que al caer la noche, o la lluvia, o la helada, un zigzagueo imprevisible se le acabase atragantando. Pero ahí, en ese punto, en ese lugar infausto, la niña de la curva le recordará que ambos -que fueron anteayer espejo de rivales- podrían hermanarse en la consumación del drama. ¿La niña de la curva es, por ventura, Rosa Díez? Por ventura es difícil. Si acaso, por desgracia.

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