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Tomás Cuesta

Miserias de Errejón: aquí el que no corre, repta

Una cosa es que aspire a que la superioridad moral abarque también la ética y la estética y otra es atizar la hoguera de las hostilidades.

Una cosa es que aspire a que la superioridad moral abarque también la ética y la estética y otra es atizar la hoguera de las hostilidades.

Errejón, ese escuincle que debutó en el ruedo ibérico con el garboso sobrenombre de "El chaval de la beca", le ha dado en El País una larga cambiada (o una vuelta de Tuerka, lo que ustedes prefieran) al grotesco espectáculo concelebrado por sus huestes durante el pleno inaugural del Parlamento. Encampanado en una prosa laberíntica que hay que afrontar con tiento y, sobre todo, con linterna, el intelectual orgánico que da cuerda a Podemos sostiene que el pitote que se ha montado a cuenta del mamoncillo de Bescansa y el mamoneo subsiguiente es fruto del rencor y pariente del miedo. Un ejemplo, uno más, del "patricio desprecio" con el que la castuza acoge a los tribunos de la plebe.

Sentada esa premisa (esa cabriola dialéctica que abisma a la Roma clásica en la sentina posmoderna) el doctor Errejón, ¡doctores tiene Iglesias!, se nos revela no ya como un teórico, sino como un auténtico tahúr de los conceptos. Camuflado el espectro de la lucha de clases tras el duelo sin sangre del común y las élites, el filiforme politólogo da hilo a la cometa supliendo con metáforas los dogmas dialécticos. Santurrón, jesuítico, mixtificador, trilero… El Errejón fetén, el que no encaja en sus hechuras de Mozalbete Eterno, se ha retratado tal cual es al despachar el incidente. Lo que ocurrió en las Cortes, asevera, no fue una bufonada; no fue una matiné circense; no fue, pierdan cuidado, un anticipo del asalto del cielo. El jubiloso desembarco de la nueva política en el amortajado caserón donde expira la vieja, puso sobre el tapete una batalla cultural entre aristócratas y siervos, entre privilegiados e indigentes, entre el búnker rapaz y los que sufren la intemperie.

El escuincle Errejón (curtido en los arcanos de la doctrina de Laclau, el tenebroso Frankenstein del populismo bananero) se apunta la victoria, da carpetazo a la polémica y luego, incontinenti, corre a cuchichear la buena nueva en la oreja anhelante de los medios afectos. Llegados a ese punto, las cantinfladas cainitas del soi-disant cerebro gris de la izquierda emergente pasan a formar parte de la bazofia argumental con que los mandarines telecráticos ahorman a la audiencia. Llegados a ese punto, a esa insomne frontera, lo que leído daba asco, voceado da guerra. Errejón es muy dueño de propiciar en sus artículos una coyunda infame de Gramsci y Carl Schmitt, un revolucionario de altas miras y un nazi de altos vuelos. Es comprensible que pretenda salpimentar su mala baba (por no ofender a Bescansa se obvia la mala leche) con refritos simbólicos y escolios de recuelo. Pero sacar a colación el patricio desprecio ofende por lo sucio muy más que lo agudo, que diría Quevedo.

Una cosa es que aspire a que la superioridad moral (el coto en que la horda disparata a voleo) abarque también la ética y, de paso, la estética, y otra, muy distinta, muy venal, muy siniestra, es atizar la hoguera de las hostilidades y procurar salvoconductos a los resentimientos. ¿Aún cabe un molondro más? Cabe y hace carrera. En éste país de traca, los que no corren, reptan.

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