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Tomás Cuesta

Pactos tengas (y los ganes)

No hay, pues, vuelta de hoja: pactamos o palmamos. O ejercemos ahora nuestro derecho a decidir o dejamos que Iglesias nos decida a sus anchas.

No hay, pues, vuelta de hoja: pactamos o palmamos. O ejercemos ahora nuestro derecho a decidir o dejamos que Iglesias nos decida a sus anchas.
Mariano Rajoy y Pedro Sánchez | EFE

Los Reyes Magos -que todavía se resisten a que la escoba podemita les barra de las calles- le han traído a Rajoy un bajonazo histórico en las cifras del paro y un diplomático mensaje de las autoridades de Bruselas deseando que España tenga un Gobierno estable. Cifras y letras que justifican y apuntalan el monolítico discurso sobre la Gran Coalición en que los estrategas del PP han decidido encastillarse. La alborada económica, lejos de ser un espejismo, se contempla, hoy por hoy, como una magnitud cuantificable. Y Europa, por su parte, no quiere ni oír hablar de un Tsipras con coleta recogiendo el testigo de una socialdemocracia exangüe. Pero, si bien es cierto que hay motivos de sobra para forjar un pacto que, en interés del bien común, atempere o aparque los intereses partidarios, no parece probable que un desnortado Pedro Sánchez dé su brazo a torcer aunque desde Moncloa insistan en tenderle la mano. Luego de haberse alzado con una victoria pírrica que ha puesto a la derecha en los umbrales del desahucio, Mariano Rajoy Brey no ha de pararse en barras para continuar, erre que erre, en la poltrona siguiendo a pie juntillas la máxima ignaciana: "En tiempos de tribulación, no hacer mudanza".

No obstante es muy posible, incluso es muy probable, que en el transcurso de esa agónica partida de ajedrez en la que va a dilucidarse el futuro inmediato, el jugador más exigido -que es, por supuesto, Sánchez- pretenda consolidar su posición ofreciéndose a cambio de un gambito de dama. Impedir que Rajoy se suceda a si mismo y exhibir su cabeza en bandeja de plata es la única coartada que absolvería al segundón del delito mayúsculo de la insignificancia. El problema, obviamente, es que ni Salomé es tan guapa, ni el Bautista se presta a acabar desmochado, ni la misérrima historieta de la gobernabilidad de España tiene el apresto y la grandeza de la historia sagrada. El presidente en funciones, sin embargo, continúa obcecado con acotar el caos (o, cuando menos, aplazarlo) urdiendo un "ménage à trois" en el que los dos ex grandes se encamarían al unísono con un Rivera virgen -y, por desgracia, mártir- bajo la fraternal tutela del presidente funcionario. El chiste, en efecto, es malo y algo peor aún: ni tan siquiera es fácil. Las carambolas a tres bandas -de por si, complicadas- sobre un tapete sucio no hay modo de enhebrarlas.

Si los conservadores no se apean de la legitimad contable y en vez de arbitrar consensos pretenden repartir dádivas, apaga y vámonos que hasta aquí hemos llegado. Si se sepulta en el silencio a la izquierda sensata y el guerracivilismo se trasviste con las galas del cambio nos pasaremos el invierno esperando a los bárbaros. Y si el apóstol del centrismo, después de tragarse el sapo, no se decide a decantarse entre la carne y el pescado cabe pensar que, un día, "el bacalhau à portuguesa" le dará puerta a la paella en los chiringos de la playa. No hay, pues, vuelta de hoja: pactamos o palmamos. O ejercemos ahora nuestro derecho a decidir o dejamos que Iglesias nos decida a sus anchas.            

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