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Tomás Cuesta

Papel mojado

El parlamento de papel que se asentaba en los diarios está a punto de hundirse en la insignificancia y el de granito, por su parte, sólo es papel mojado.

En los postreros años del franquismo (cuando la transición, aún, no era sino un pálpito, un anticipo a cuenta de la ferocidad de calendario) la prensa hizo las veces de "parlamento de papel", mientras que el de granito, en cambio, albergaba a la claque que callaba o bramaba con parejo entusiasmo. Es ocioso decir que por entonces, en el otoño cañí del patriarca, el parlamentarismo a dos columnas, con seudónimo y recuadro, se expresaba entre líneas y entretejido en la hojarasca. Variaba, si acaso, el tipo de papel en el que se levantaba acta. El más común era, obviamente, el de fumar, tan socorrido siempre al enfrentarse a lo infumable. Pero también había quienes, por posar de "sociales", vendían el pescado envuelto en papel de estraza. Y otros que, con más ínfulas y más profesorales, abocetaban el futuro en papelón de barba. Eran, qué duda cabe, pecadillos veniales, ejercicios de estilo, probaturas y amagos que, pese a que no llegaran a amortajar al Régimen, sirvieron, muerto el perro, para desactivar la rabia.

Media vida después de aquellos tiempos acres, el parlamento de papel que se asentaba en los diarios está a punto de hundirse en la insignificancia y el de granito, por su parte, sólo es papel mojado. Ha cambiado el soporte de la lucha política, se han movido las lindes del campo de batalla y sin embargo todo, como ocurría antaño, termina sustanciándose extramuros de la Cámara. ¿La cámara? ¿Qué cámara? A ver, ¿cuál es mi cámara? Cualquiera de los líderes que han trufado el Congreso con solemnes proclamas, verbosidad salvífica y cabriolas contables, cambiaría ipso facto su primogenitura democrática por un plato de share ahíto de gusanos. Vendería la piel y subastaría el alma (en el supuesto, harto dudoso, de que siga en su almario) por conseguir que las encuestas no le dieran la espalda. E, incluso, llegado el caso, ofrendaría un ojo al Moloch de la patria si, a cambio, sus rivales salen ciegos del trance. Pues de lo que se trata (de lo que ayer trataron) no es de aplicar remedios a una nación exangüe, sino de hallar la pócima que les permita remediarse.

Fue (Luis Herrero dixit) una riña de zombis, un torneo de traca en el que el caballero inexistente pretendió dar por tierra con el vizconde demediado. Al cabo, vano empeño, puesto que en realidad era falso. La verdad es que ambos, el cachazudo titular y el novato del año, eran dos marmolillos persiguiendo fantasmas en la marmórea sede del blablablá a destajo. Rajoy despachó a Rivera con el manido bajonazo de la sinrazón de Estado y luego condujo a Iglesias al terreno de Sánchez. Pero el misacantano, ay, no echó la pata alante. En lugar de exponerse se encomendó a San Bárcenas y aliñó una faena desabrida y barata en la que a fuerza de mentar la bicha ajena, dejó a la propia indemne en los corrales. Poco importa, no obstante, si éste se impuso a aquél, si éste salió corrido y aquél lo hizo bajo palio. Ahora abre sus puertas el parlamento virtual, el hemiciclo insomne en el que todos tienen acta. Ahora, sólo ahora, se sustancia el debate.

Sin cortesía, sin liturgia, sin límites, sin pautas. Sin nada que no sea esperar el milagro.

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