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Victoria Llopis

El nuevo culto al emperador

Los nuevos ingenieros sociales, en el enésimo intento de construcción del Hombre Nuevo, se dan cuenta de que sigue existiendo esa molesta institución que señala sin descanso los límites al poder.

La historia muestra una y otra vez que los argumentos que mueven a los que ostentan el poder son singularmente pocos y repetitivos. En el siglo IV, el emperador Diocleciano había prohibido a los cristianos, bajo pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse para el culto y construir lugares para sus asambleas. En el año 304 en la ciudad de Abitinia, cerca de Cartago (hoy Túnez), 49 cristianos –hombres, mujeres y niños– fueron sorprendidos por haberse reunido para celebrar la eucaristía dominical en contra de lo establecido por la autoridad. Fueron apresados e interrogados –y finalmente martirizados– sobre por qué habían transgredido la orden del emperador, y ellos respondieron con unas sencillas palabras que han pasado a la historia como resumen de la actitud de la Iglesia cuando le tocan lo fundamental: "Non possumus", no podemos no hacer lo que debemos. 

La de Diocleciano fue la última gran persecución sistemática y general del Imperio al cristianismo, y pretendía la aniquilación de la Iglesia. Se trataba de una persecución global sin precedentes, en todas las regiones del Imperio y contra cualquier manifestación externa o privada de la fe cristiana. Para detener el declive político del Imperio y devolverle su antiguo esplendor, Diocleciano y sus consejeros necesitaban imponer una fe en la divinidad del emperador, proclamándolo descendiente de Júpiter. Si bien este hecho al comienzo no suponía la persecución, a la postre el cristianismo resultaba incómodo y peligroso a un emperador y a un imperio que buscaba cohesión en torno a una persona y en torno a una ideología religiosa: el paganismo. La salvación del viejo mundo y de su universo ideológico pasaba por la erradicación del nuevo credo que había arraigado profundamente en las clases humildes y que tenía muchos adeptos en todo el tejido social porque su forma de vida era sencillamente mejor. Los intelectuales paganos instigaron y alentaron estas ideas y las clases políticas no fueron ajenas a la influencia de esta propaganda. En el año 302 se dio orden de que los soldados sacrificaran a los dioses bajo pena de ser expulsados del ejército, y en el 303 se publicaron tres decretos que, en progresión geométrica, fueron intensificando la persecución: el primero, mediante la destrucción de los edificios eclesiásticos y de los libros, la persecución y destitución de la jerarquía eclesiástica y la prohibición de apelar a juicio; el segundo, se condenaba a la cárcel no sólo a la alta jerarquía sino a todo el estamento clerical; y finalmente, el tercero conminaba a la tortura y a la muerte de los reincidentes y los obstinados que no querían aceptar las disposiciones imperiales.

La ministra de Igualdad de Gran Bretaña acaba de anunciar la intención de su Gobierno de condicionar los requisitos para ser sacerdote católico; no aceptan que sean admitidos únicamente varones célibes, y pretenden obligar a la jerarquía católica a no impedir que sus sacerdotes puedan casarse, tener abiertas conductas homosexuales, realicen operaciones de cambio de sexo, mantengan estilos de vida abiertamente promiscuos o realicen cualquier otro tipo de actividades que sean reconocidas como formas legales de expresión sexual. Y naturalmente, no podrán rechazar como candidatas a mujeres que se presenten para ser ordenadas.

Después de mil setecientos años, parece que la historia va a repetirse. No echan a los cristianos a los leones, pero los empiezan a someter a su muerte civil de un modo implacable. No apelan a Júpiter, sino al nuevo dios de la "igualdad de género". Los nuevos ingenieros sociales, en el enésimo intento de construcción del Hombre Nuevo, se dan cuenta de que sigue existiendo esa molesta institución que señala sin descanso los límites al poder. No les basta que mediante la imposición de los sistemas educativos estatales obligatorios vayan repartiendo su credo relativista y deconstructor de lo que es consustancial a la naturaleza humana, y que por ello Occidente esté sumido en una crisis de valores y desorientación sin precedentes. Quieren una vez más extirpar las voces que dicen una y otra vez: "non possumus", no podemos obedecer a los hombres antes que a Dios. Esta vez, pretendiendo desvirtuar desde dentro su propia estructura y naturaleza. 

A estas alturas de la historia de Europa parecería increíble, pero es evidente que caminamos hacia una nueva y feroz persecución religiosa. La reforma de la Ley de Libertad Religiosa que prepara el Gobierno de Zapatero irá en esta misma dirección. La experiencia del Telón de Acero enseñó que la libertad religiosa es el derecho prínceps, y que conculcado éste, caen todos los demás. La responsabilidad de todos –no sólo de la Iglesia– va a ser muy grande si queremos preservar las libertades de todos. No van a caber ya posturas pasivas ni acomodaticias, y cada uno sabrá, desde sus grandes o pequeñas responsabilidades públicas y privadas, qué puede y qué tiene que hacer.

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