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Xavier Reyes Matheus

Podemos: o la radicalidad o nada

Ahora, si fuera cuestión de ser fieles a los principios, tocaría echarse al monte.

Ahora, si fuera cuestión de ser fieles a los principios, tocaría echarse al monte.

La defección de Juan Carlos Monedero ha dejado en evidencia el brete en el que se puso Podemos cuando, haciéndose el espontáneo, decidió lanzarse a lidiar en el ruedo de una democracia parlamentaria. No es, claro, que el entrismo y el asalto del sistema a través de los votos sea una idea descabellada o que carezca de precedentes: de hecho, a Iglesias y a los suyos les pareció que podía funcionar porque se miraban en el espejo del chavismo. Pero en tales casos lo normal siempre ha sido que los guerrilleros se hagan pasar por burócratas, y con Podemos sucedió justo al revés: los apoltronados funcionarios de la Universidad Complutense hicieron creer a los escépticos de la política que eran unos vengadores letales, y que iban a tomar lo que querían sin pedir permiso. La vía electoral no era más que un trámite y una forma de ahorrar el dinero que de otro modo habría que haber gastado en reponer el mobiliario público, porque total es que el "régimen" es insostenible, ilegítimo e inmoral, y acabar con él es un fin tan noble y tan altruista que no cabría reprobar ningún medio para lograrlo.

En efecto, quien quisiera apoyar a Podemos con conocimiento de causa tenía que compartir aquella visión de las cosas, y entender, con sus líderes e ideólogos, que la razón popular no se para en formalismos ni en legalidades burguesas. Ahí está, ciertamente, el ejemplo de Chávez: ¿acaso alguno de sus admiradores lo venera menos porque primero haya intentado con las armas lo que luego consiguió mediante las urnas? Por supuesto que no: lo importante era que el teniente coronel venezolano tenía una misión salvadora que cumplir, y en ello se empeñó a cualquier precio. Y, con la misma lógica, tampoco cabe entonces reprochar al gobierno chavista que, una vez en el poder, defienda a sangre y fuego, con muertos y torturas si es necesario, la continuidad de su obra redentora. Eso se llama coherencia. Cuando uno cree, sin dejar un resquicio a la duda, que sus ideas políticas representan una causa justiciera de la que no puede por menos que beneficiarse la humanidad, ni siquiera hace falta que a esta última se le pida su aquiescencia, porque se entiende que o se rinde a nuestras razones o debe de estar alienada por quién sabe qué fuerzas idiotizantes con las que el capitalismo y la corrupción generalizada dominan la voluntad de las personas. En semejante caso, pues, no queda más que llevar a los remisos y contumaces por el camino del bien, aunque sea a punta de fusil.

Que en España, como en todas partes, hay gente que piensa así, y que está esperando la invitación a prender fuego a lo que haga falta para instalar de una buena vez el reino de la justicia, era más que sabido. También podía preverse que la crisis había sumado socios a ese club de la furia. Pero total es que la mayoría de los españoles (embobados, seguramente, por el narcótico efecto de los cuarenta años de mayor paz social y prosperidad de su historia contemporánea) sí que parecen encontrar cierto matiz diferenciador entre votar a un partido nuevo y reducir a cenizas el Congreso. Y como de momento –y puesto que se quiere persistir en la antedicha vía electoral– la opinión de la gente cuenta, los de Podemos empezaron a hacerse los socialdemócratas, a decir que la tal Varizuela o Venericia no les sonaba de nada, y a pensar en hacer hueco en sus mítines para la bandera de esa fuerza también alienante y contrarrevolucionaria que se llama España. A su favor tenían la opinión de muchas personas de buena fe, sin vocación de kamikazes políticos, pero que hacían oídos sordos a prevenciones y avisos porque, como el que se enamora mal, se habían empeñado en "seguir su corazón". Y es que es una lástima que, siendo la convivencia democrática uno de los grandes valores de nuestro tiempo, no haya en las escuelas una especie de asignatura dedicada a formar la cultura política, explicando a los ciudadanos, por ejemplo, con lecturas que repasen desde la conspiración de Catilina hasta el putsch de Munich, las estratagemas a las que recurren los demagogos y oportunistas cuando buscan secuestrar el poder.

Pero total es que ni con la ayuda de los ingenuos y los despistados ha logrado ponerse el partido violeta, en la intención de voto, a la altura de sus totalitarios objetivos de ocupación. Ciudadanos se encargó de hacer ver lo que diferencia a Podemos de un partido reformista, mientras los trapicheos de los propios podemitas sirvieron para mostrar a la gente todo lo que les asemeja a las viejas formaciones. Pues ¿y ahora? Ahora, si fuera cuestión de ser fieles a los principios, tocaría echarse al monte. ¿O es que Pablo Iglesias se refería a simples colocaciones en el establishment cuando afirmaba que lo primero en política es hacerse con el poder?

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