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Xavier Reyes Matheus

Y entonces llegó el chavismo

Créanselo, ante un retrato de Largo Caballero: aquí también puede pasar.

Créanselo, ante un retrato de Largo Caballero: aquí también puede pasar.

Para la generación de españoles criados a los pechos de la Unión Europea, Hispanoamérica es una más entre esas regiones del mundo calurosas y precarias de donde sale el colectivo que, bien por desinterés o por corrección política, cae genéricamente bajo el rótulo de inmigrantes. No hay ya prácticamente nada que sugiera identificarse con aquellas naciones, cuyos jóvenes, a su vez, no miran más a España como la Madre Patria sino como la sede del Bernabéu y del Camp Nou.

Nada de raro tiene, entonces, que la aparición del fenómeno chavista se viera en España como un producto folclórico del clima intertropical, perfectamente explicable en el contexto de una región liderada por caudillos y por estrellas del show business evangélico. Un ilustre catedrático de Ciencias Políticas de aquí despachaba el asunto sentenciando que en Hispanoamérica pasaban esas cosas porque "el Estado no existe". Pero lo cierto es que una aproximación más cuidadosa a la experiencia venezolana demuestra que no todo es tan simple, y que en cambio el proyecto socialdemócrata que durante casi cuatro décadas presidió la vida del país sirvió, en parte por logrado y en parte por fallido, de medio idóneo para engendrar a Chávez.

La semana pasada murió, a unos días de cumplir noventa años, Jaime Lusinchi, el último presidente democráticamente elegido de aquel sistema, cuya base era la alternancia en el poder de dos grandes partidos de masas. La presidencia del difunto, entre 1984 y 1989, fue a la revolución bolivariana lo que el reinado de Luis XV a la francesa. Y no sólo porque, como una nueva Pompadour, la secretaria privada y amante del mandatario llegó a controlar toda la política del país y a crear entre los ciudadanos la impresión de que el poder se usaba de una forma orgiástica y nepotista; sino porque, lo mismo que el rey francés había acabado con los parlamentos y constituido los Consejos superiores para concentrar todo el poder, Lusinchi logró transferir las gobernaciones regionales a los secretarios generales de su partido. El clientelismo corporativo quedaba así asegurado y extendidos sus tentáculos a todas las esferas de la vida nacional, que en realidad se desenvolvía mucho menos en torno a códigos étnicos o a atavismos feudales que alrededor de un mastodóntico, inoperante y corrupto aparato burocrático.

Porque, diga lo que diga el venerable catedrático, en Venezuela (como en el México del PRI o en la Argentina peronista) había un Estado con e mayúscula y mayúsculo todo él, que apabullaba sobradamente el poder de cualquier oligarquía y de cualquier empresariado, porque bajo su férula democrática no se admitían más oligarcas que los que trepasen hasta la cúpula del partido, y porque el petróleo le permitía gastar a espuertas y patrocinar todas las formas de parasitismo sin atender a criterios empresariales. Aún más: sin tener que desarrollar siquiera la famosa reforma fiscal para formar a la gente en el hábito de pagar impuestos y para insertarla en la ciudadanía. Lo que faltaba, por tanto, serían ciudadanos, pero el Estado tampoco necesitaba relacionarse con algo semejante sino con el pueblo, que era precisamente la razón para la existencia no sólo del Estado, sino de aquel Estado.

Los partidos, que funcionaban como vasos comunicantes entre el Estado y el pueblo, eran en Venezuela organizaciones potentes, con todo eso que, según sabemos, hay que tener: sus Ejecutivas y sus centros de distrito, sus agentes togados en el poder judicial y su pool de empresarios, sus nuevas generaciones, sus romerías, mítines, agencias de viajes y de fiestas, artistas y vocales asesores. Cuando la economía comenzó a renquear, este modelo de inclusión pareció de pronto volverse excluyente y la calle se llenó de rezongos. En una tímida concesión al reformismo, una de las últimas cosas que alcanzó a hacer el sistema, antes de desplomarse, fue avanzar en la descentralización que tan admiradamente pretendía tomar ejemplo de España, y que se prescribía como remedio al esquema del corporativismo vertical. Este cambio, aún a años luz de las autonomías españolas, y de innegables beneficios para la eficiencia en la gestión, contribuyó al surgimiento de nuevas formaciones que tras la liquidación del bipartidismo hubieran podido regenerar la democracia. Pero resultó que la incorporación de regiones y municipios al juego electoral acabó favoreciendo también a Chávez, pues, incluso si el proyecto comunista pretende sustituir todo eso por comisarios del Partido Socialista Unido de Venezuela, e incluso si las candidaturas de Capriles pudieran llevar a pensar lo contrario, lo cierto es que la lógica que se instaló fue que más valía el sanchismo de asegurarse la alcaldía o la gobernación que el quijotismo de embarcarse en un proyecto nacional capaz de enfrentar a los tiranos. Y así se encuentra hoy la oposición venezolana, en relación simbiótica con el régimen, nadando a su lado como esos pececitos que comen de las branquias de un inmenso y feroz tiburón blanco.

Este fue el contexto del que Chávez se aprovechó para ocupar de arriba abajo la vida política de Venezuela. En su momento, nadie le temió. Los más cínicos apostaron a que las mieles del poder le acabarían disimulando el ácido, porque al fin se aburguesaría, igual que habían hecho los gobernantes anteriores, y todo sería cuestión de hacerse amigo suyo. En rigor no se equivocaron, porque el militar golpista tuvo a su favor unos altísimos precios del petróleo, y gracias a eso ha llegado a bailarle el agua hasta el duque de Anjou, que, oh ironía, igual reza en Saint-Denis que asiste a su suegro en las formidables operaciones financieras del régimen sans-culotte. Donde desatinaron de medio a medio los aprovechados fue en pensar que cuando el revolucionario se convirtiera en jeque ya podrían dormir tranquilas las libertades ciudadanas, la seguridad jurídica y el derecho de propiedad. En esto se engañaron tanto como los ingenuos que creían que en cuarenta años de derechos políticos los venezolanos habían adquirido una conciencia democrática… cuando en realidad lo que habían adquirido era una conciencia socialdemocrática. La diferencia cuenta.

A través de Podemos, el chavismo se ha presentado en la política española sicut fur in nocte. El sistema se despreocupa argumentando que la gente siente un compromiso mucho mayor con lo que vota en Eurovisión que con esas ajenas elecciones europeas. Se soslaya el hecho de que esta nueva fuerza surge con las dimensiones de un movimiento continental, y se finge ignorar que el totalitarismo no sólo no queda exorcizado por la socialdemocracia, sino que es más bien un síntoma de que los apetitos socialdemócratas se han convertido en gula. Ya de por sí nuestras actuales estructuras políticas —las nacional-autonómicas y las comunitarias—, tecnificadas y burocratizadas al máximo, tienen un potencial totalitario que no conviene despreciar. En malas manos, piensen ustedes lo que sería. Y créanselo, ante un retrato de Largo Caballero: aquí también puede pasar.

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