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Xavier Reyes Matheus

Y sigue siendo una dictadura

El régimen de Maduro ha puesto al descubierto la enorme estafa que significó esa revolución acaudillada por Chávez.

Teniendo en cuenta que las elecciones han sido la primera y principal coartada del chavismo para presentarse como una democracia, es comprensible que haya quien vea con un tremendo recelo cualquier postura que asuma el gobierno venezolano ante las urnas. Puesta en el caso de votar, era inevitable que la gente se hiciera una pregunta de Perogrullo: ¿qué iba a impedirle a Maduro (o a Chávez, en su momento) recurrir al fraude? Una rápida ojeada al organigrama de las instituciones del país, desde el Consejo Nacional Electoral y el Tribunal Supremo hasta los mandos militares, parecía arrojar una respuesta evidente: nada. El chavismo lo controla todo; su impunidad parece garantizada en cualquier terreno donde se le antoje delinquir. Cuando en las diferentes citas electorales los partidos de oposición han asegurado que velarían por la limpieza del proceso, la afirmación se tomaba más como un juramento deontológico que como una posibilidad efectiva, porque nadie parecía poder decir claramente los medios con los que iba a conseguirse semejante hazaña. Pero los venezolanos preferían pensar que alguno debía de haber, aunque no se conociese, y esta esperanza, alimentada de modo más o menos fideísta, los mantenía firmes en la decisión de seguir votando cada vez que hubiera ocasión.

Pues hoy, que se ha cumplido el milagro, ¿a qué se lo atribuimos? ¿Por qué ha respetado Maduro en las urnas a esa misma oposición contra la cual no ha tenido reparos en usar todos los medios de que dispone para la represión, el terror y el hostigamiento, inhabilitándola con argumentos falaces, encarcelando a sus líderes, conduciéndola al camino del destierro, repeliendo con pistoleros sus manifestaciones de calle, silenciando sus medios de comunicación, expropiando sus bienes? ¿Qué presión ha sido suficiente para obligarlo a reconocer esta derrota? ¿Por qué ha creído que hacerlo era preferible a echar por la calle de en medio, como otras veces, para imponerse a costa de lo que fuera?

Por supuesto, una posibilidad –asomada por varios analistas– es que estemos en presencia de un repliegue táctico. Decidirse por él habría sido necesario en virtud del creciente deterioro que ha ido experimentando la imagen del régimen, cuyo principal capital político no era otro que el capital económico, gracias al cual Chávez usó mucho más las clientelas que las balas para ocupar todos los espacios de poder y neutralizar a sus enemigos. Mermada la bonanza petrolera, y consolidadas las fuentes de financiación alternativas de la revolución (el narcotráfico, por ejemplo), el chavismo de Maduro no tiene ya aquel aire de munificencia populachera y grand-style que, lo mismo en los Aló, Presidente o en las cumbres de los organismos internacionales, proyectaba la estampa del padrecito comandante. En cambio, los telediarios llevan tiempo sacando al mundo el cuadro de un país en el que la gente corre ora delante de la policía ora para conseguir una pastilla de jabón, mientras los informes de la DEA dan a entender que está gobernado por un cártel, y mientras las autoridades internacionales contra el crimen organizado encuentran en Panamá, en las Islas Vírgenes o en Andorra el rastro de un saqueo que se exhibe sin disimulos, en todo el esplendor del kitsch tercermundista.

Pues bien: hoy no hará falta sino asomarse a las noticias y los artículos de los periódicos para ver que el chavismo ha revalidado su condición de "interlocutor en el juego democrático"; y los comentarios en este sentido irán desde los que exclaman "¡Para que digan que en Venezuela no hay democracia!" hasta los que piden diálogo con esa equidistancia asumida por el observador Rodríguez Zapatero, que ha dirigido sus llamamientos a la paz y la convivencia de "todos los actores", como si también la oposición dispusiera de colectivos armados y de tribunales mercenarios que desmantelar. Por supuesto, si con semejantes argumentos la dictadura venezolana renueva la credibilidad de sus mentiras y lava las manchas de esa reputación de mafiosa que es la que le calza, el espacio que cede en estas elecciones acabará reportándole una ganancia. Máxime, pensarán sus capos, si se considera que al régimen le quedan medios sobrados para contrarrestar la acción de una Asamblea adversa: ahí está por ejemplo el Tribunal Supremo, recientemente recompuesto por el gobierno, y lanza en ristre para salir a defender la revolución a la que sus magistrados han jurado fidelidad sin ningún rubor.

Entonces se impone una pregunta angustiosa: ¿no gana nada la causa de la libertad con este triunfo de hoy? O, aún peor: ¿pierde? No; a pesar de los pesares, creo que no: la oposición ha conseguido algo muy valioso, y sería un suicidio desaprovecharlo. El régimen de Maduro ha puesto al descubierto la enorme estafa que significó esa revolución acaudillada por Chávez, que prometía exterminar a las castas, expulsar a los corruptos, acabar con las desigualdades; y que hoy, después de convertir el país en el cortijo de tres familias (los Maduro, los Cabello y los Chávez), no deja ver sino la escandalosa brecha que separa un salario mínimo inferior a los diez euros y los miles de millones de dólares que los jerarcas bolivarianos han desviado desde la caja de PDVSA hasta las cuentas localizadas por los organismos de inteligencia en varios paraísos fiscales. Maduro puede defenderse con el fraude y la violencia, pero en el futuro no tiene más que eso, y una inhumana miseria, para ofrecer a los venezolanos y a la mirada del mundo.

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