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EDITORIAL

La extraña pareja y la ciencia de la adopción

La futurible concejala de Asuntos Sociales de Ayuntamiento de Madrid y esposa del presidente del Gobierno, Ana Botella, afirmó el pasado martes que “la adopción de hijos por homosexuales no es una cuestión moral, sino científica”, asegurando también que “si los madrileños me votan y me encargo de la Concejalía de Asuntos Sociales nunca tendré que decidir temas como este”. A su vez, su también futurible jefe Alberto Ruiz Gallardón, presidente de la Comunidad de Madrid y cabeza de lista del PP para el consistorio madrileño, se muestra abiertamente partidario de regular por ley la adopción de niños por parte de familias de gays o de lesbianas si existe un consenso científico sobre la materia.

Es de sobra conocido que Ana Botella no es en absoluto partidaria de la adopción por parte de parejas homosexuales, así como también es del dominio público que Ruiz Gallardón –no se sabe muy bien si por su progresía sobrevenida o por la perspectiva de un magro puñado de votos– es sin duda el político de la derecha más sensible a las presiones del lobby gay. Sin embargo, ambos remiten la cuestión al oráculo científico –supuestamente tan objetivo, neutral y unánime en esta cuestión como podría serlo sobre la Ley de la Gravedad– para evitar pronunciarse abiertamente en un sentido u otro y para que la recién constituida “pareja de hecho” política no dé una imagen de división irreconciliable sobre un aspecto que recae bajo la competencia directa del cargo que ocuparía Ana Botella en el caso de que la lista encabezada por Ruiz Gallardón ganara la alcaldía de Madrid.

Pero el mundo científico –concretamente los psicólogos y los psiquiatras– está lejos de mantener una postura unánime en torno a la cuestión concreta de la adopción por parte de parejas homosexuales, pues tampoco existe unanimidad sobre si la homosexualidad es un desorden psíquico, una perversión moral o simplemente una forma alternativa de vivir la sexualidad. Y las presiones y tácticas coactivas del lobby gay no han contribuido, precisamente, a aclarar estos extremos; pues su exclusión de la homosexualidad del catálogo de trastornos psíquicos susceptibles de tratamiento (hace apenas veinte años) se debió más bien al activismo gay que a la unanimidad de los profesionales de la psiquiatría.

Con todo, para cubrir sus espaldas de cara al votante medio del Partido Popular –que no ve con buenos ojos las simpatías de Ruiz Gallardón hacia el lobby gay– el presidente madrileño encargó un informe al Colegio de Psicólogos de Madrid y a la Universidad de Sevilla cuyo dictamen es que “el niño no se ve perjudicado por ser adoptado por una pareja homosexual”. Sin embargo, otro estudio realizado allende el Atlántico –al que podría estar haciendo referencia Ana Botella– prueba con cifras y con rigor estadístico que un niño adoptado por una pareja homosexual tiene nueve veces más probabilidades de ser homosexual que los adoptados por parejas heterosexuales (un dos o un tres por ciento en el primer caso, y un 24 por ciento en el segundo).

Podrá aducirse, ciertamente, que mientras no se dilucide si la homosexualidad es o no un trastorno psíquico, no hay razón para impedir la adopción a las parejas homosexuales. Sin embargo, y desde el punto de vista del niño –quien realmente importa en este asunto y cuyo primer derecho es el de tener un padre y una madre en sentido estricto– también puede objetarse que mientras que no exista unanimidad en la profesión médica sería una imprudencia consagrarla por ley. En primer lugar porque ello supondría conferir un estatus de “naturalidad” y de “inocuidad” a una práctica que, en términos objetivos, dista mucho de serlo. Y en segundo lugar porque, cuando la legislación sobre adopciones en España es tan restrictiva en materia económica que en la práctica sólo los matrimonios con un nivel de vida elevado pueden acceder a la adopción, no sería razonable que las parejas homosexuales –que en general disfrutan de un nivel económico superior a la media de las parejas heterosexuales– pudieran competir en plano de igualdad con los matrimonios.

Hayek advirtió que la mayoría de las instituciones y tabúes sociales tienen una base racional que no puede apreciarse a simple vista y que es producto de milenios de evolución cultural. Un claro ejemplo es el tabú del incesto –que siempre han condenado todas las grandes culturas y religiones–, cuyo significado y racionalidad no pudo advertirse con claridad hasta el desarrollo de la genética moderna; aunque a través de la Historia siempre hubo manifestaciones –sobre todo en las familias reales– de las perniciosas consecuencias de la endogamia. De igual modo, y por razones evidentes, una sociedad donde la pareja homosexual y la heterosexual estén en plano de absoluta igualdad está condenada a la decadencia y, en último término, a la extinción; aunque sólo sea porque la evolución ha demostrado que la forma óptima de procrear –y de educar– es en el seno de la pareja heterosexual con vínculos estables.

Cuando la ciencia no puede ofrecer respuestas claras e inequívocas, de nada vale escudarse en ella. Y en tales casos, el sentido de la responsabilidad exige dejar las cosas como están sin intentar experimentos cuya materia prima no es precisamente la gaseosa, por muy grande que prometa ser el caudal de votos favorable a esos experimentos –que no es el caso– y aun a costa de tener que sufrir ataques directos de la progresía hacia las sensibles membranas del complejo de ser “de derechas”, el cual comparten tanto Ana Botella como Ruiz Gallardón. Porque si de votos se trata, es más que probable que la inmensa mayoría del voto gay no recalará en el Partido Popular, por muy complacientes que se muestre Ruiz Gallardón con sus lobbies y por muy progresista y “rebelde” que quiera parecer Ana Botella. Antes al contrario, es más probable que pierdan el voto conservador sin que ello signifique que vayan a contabilizar el voto “progresista”.

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