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Alicia Delibes

Las buenas intenciones y la responsabilidad

El diario ABC del pasado martes publicaba una entrevista con el catedrático de Derecho del Trabajo, Antonio Marzal, que es también director del Seminario Permanente de Derechos Humanos y, según parece, una autoridad en el análisis de los movimientos migratorios.

Marzal reconocía que es imposible “aceptar a diez millones de subsaharianos en Barcelona”, pero, al mismo tiempo, afirmaba que “no se puede negar el derecho que todo hombre tiene de peregrinar por el mundo y pararse pacíficamente allá donde desee”. Decía también que, mientras no se reconozca ese derecho, no existirá solución al problema de la inmigración.

Pues bien, yo le preguntaría a Marzal, ¿cómo es posible respetar el derecho de todo individuo a vivir donde le plazca y al mismo tiempo evitar que lleguen “demasiados subsaharianos” a Barcelona? Lo que dice en su entrevista Antonio Marzal es la clave del desconcierto con el que, en la sociedad española, se vive este fenómeno, para nosotros reciente, de la inmigración. Por un lado, querríamos hacer gala de nuestra humanitaria hospitalidad y recibir a todo aquel peregrino que arribe a nuestras playas pero, por otro, se tiene mucho miedo a que la inmigración desborde nuestra capacidad de acogida y tenga efectos perversos sobre la convivencia.

Este desconcierto es fruto de la comprensible, y a la vez extraña, confusión moral entre las buenas intenciones y el respeto a la legalidad. En un libro que Marzal acaba de publicar, “Migraciones económicas masivas y derechos del hombre”, aparece un personaje que refleja muy bien esta especie de “esquizofrenia” que está padeciendo nuestra sociedad. Se trata de una mujer a la que se le piden responsabilidades legales por haber dado cobijo a unos “sin papeles” y expresa su extrañeza por tener que responder ante la justicia de algo que hizo movida por la compasión.

La confusión de esta mujer es parecida a la que siembran las innumerables organizaciones humanitarias que dicen velar por los derechos de los inmigrantes y que, haciendo gala de una gran irresponsabilidad, exigen del gobierno “papeles para todos” con el falaz argumento de que “ningún ser humano puede ser ilegal”.

Con cierta frecuencia se oye que sería necesario un gran pacto de estado entre partidos políticos e instituciones para afrontar de forma conjunta los problemas que del fenómeno de la inmigración puedan desprenderse. Un tal pacto sería, quizás, deseable pero dudo que pueda servir para algo mientras no se despejen las dudas sobre la legitimidad de controlar las fronteras, de elegir el tipo de inmigración que más conviene o de poner a los recién llegados ciertas condiciones para acceder a los derechos sociales, civiles y políticos de los ciudadanos españoles.


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