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Lucrecio

Sharon: la realidad vetada

Sirven los arquetipos para desplazar la realidad, vetarla o, al menos, hacerla invisible y, en su lugar, poner la ficción que se ajuste mejor a nuestros deseos.
 
Ayer, Ariel Sharon expuso, ante la Knesset y en la prensa, su concepción de las fronteras israelíes. “Parto del principio” –anunció– “de que, en el futuro, no habrá judíos en Gaza”. Sobre esa hipótesis, que nadie podría tachar de ambigua, pasó a exponer el plan de repatriación de los 7.500 ciudadanos de Israel que hoy residen en esa zona. “He ordenado” –concluyó– “planificar la evacuación de las 17 colonias de la banda de Gaza”. Pasó, de inmediato, a exponer las dificultades técnicas que arrastraba una decisión que suponía, además del traslado de una población con raíces ya de tres generaciones, el desmontaje de unidades industriales en pleno funcionamiento y las consiguientes compensaciones económicas, cuya cifra no será nada despreciable.
 
Es inequívoco lo que está formulando el primer ministro israelí. Y de una sensatez elemental, que casi todos, hoy, en Israel, comparten. Con acuerdo palestino o sin él, con negociación o unilateralmente, Israel debe cerrar fronteras. No es una elección valorativa; es imposible mantener frontera abierta con un enemigo en guerra abierta. Y, para ese cierre, la condición previa es limpiar de ciudadanos israelíes los territorios que quedarán del otro lado de la línea que marque el muro defensivo. Gaza será sólo palestina. Y Cisjordania. A todos los efectos. También el económico: la ininteligible paradoja de que un enemigo militar sea, al mismo tiempo, suministrador de mano de obra, no puede seguir manteniéndose al cabo de la marea de sangre de la segunda Intifada.
 
La hipótesis de Sharon es sensata. No hay otra. Sencillamente. El militar que desalojó del Sinaí a los colonos judíos renuentes a aceptar el acuerdo con Egipto, sabe, por propia experiencia, que trazar líneas de frontera seguras exige, con frecuencia, renunciar a franjas territoriales indefendibles. Y que lo que hoy se anuncia en Gaza, acabará siendo el modelo que se aplicará en Cisjordania.
 
Los arquetipos sirven para enmascarar la realidad, vetarla, y, en su lugar, poner ficciones que se ajusten a lo que nuestro deseo exige. En el inconsciente español –y, en buena parte del europeo–, Sharon pasó, hace mucho, a ocupar el lugar del monstruo; de ese monstruo que, haga lo que haga, no puede sino hacerlo movido por la perversidad más abominable. Y la evidencia de que el primer ministro israelí está ofreciendo a sus interlocutores palestinos una concesión territorial sin contrapartidas, no será ni siquiera tomada en consideración por nuestra opinión pública. No es fácil renunciar a ese placer autista de disponer de un arquetipo demoníaco, al cual atribuir las infinitas desdichas del planeta. Es la vieja judeofobia. Casi en estado puro.

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