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Juan Carlos Girauta

¿Qué es ser catalán?

más de tres cuartas partes de los catalanes se consideran, en mayor o menor grado, españoles. El hecho de que la vida pública no lo refleje es una disfunción (y una renuncia) que no altera esta realidad

Stalin mandó fusilar a los responsables del censo de 1937 porque los resultados que le ofrecían no encajaban en sus estimaciones. Que el socialismo ya no sea más que un nombre es una suerte para el Centro de Estudios Demográficos de Cataluña. Profesionales como son, han publicado algo que invita a la reflexión: si durante el siglo XX no hubieran llegado a Cataluña varias oleadas de españoles de otras latitudes en busca de trabajo y de una vida mejor, el Principado tendría 2’6 millones de habitantes en vez de los 6’6 millones que tiene. Los estudios hablan de inmigración, término rechazable por tratarse de compatriotas.
 
Aquí se repitió hasta la saciedad, en los años finales del franquismo y primeros de la transición, que eran catalanes todos los que vivían y trabajaban en Cataluña y que, además, tenían voluntad de serlo. La formula, a simple vista, no estaba mal, aunque alguien ha señalado, puntilloso, que absurdamente excluía a los jubilados. Si nos ponemos más puntillosos aún, descubriremos que tampoco entraba en la categoría un extremeño que llevara cuarenta años en Tarragona sin considerarse catalán. Pero si cogemos la lupa concluiremos que tampoco sería catalán un ciudadano nacido en Cataluña, habitante de Cataluña, de padre y madre catalanes hasta las raíces de su árbol genealógico, si ese individuo es un excéntrico y no tiene voluntad de ser catalán.
 
¿Podría ser, no? ¿O es que no está lleno de españoles que no se consideran tal? Es más, en muchos casos una extraña compulsión les obliga a negar a España varias veces al día. Y sin embargo siguen siendo españoles a todos los efectos, y a sus adversarios políticos no se les ocurriría afirmar lo contrario. Así que de un lado tenemos la nación que integra, la que reconoce derechos inalienables y permite la discrepancia más extrema y, por otro, la que obliga a comulgar con una cierta visión de la realidad. El problema no está en esa visión, que puede ser sublime, sino en su sorda imposición de facto.
 
El nacionalismo catalán no es étnico, aunque algún energúmeno decimonónico planteara esa vía. Es apenas cultural o lingüístico, de forma muy laxa en la calle y muy rígida si se trata de ingresar en la función pública. Por otro lado, una gran mayoría de catalanes –lo que incluye a los votantes de CiU, por ejemplo– lee la prensa en castellano y ve sólo cine doblado al castellano. Espontáneamente. Los ingenieros sociales del nacionalismo llevan mal este tema y creen que hay que avanzar en la normalización; pero la inmersión lingüística no es de ayer ni de anteayer.
 
Este asunto no es sencillo y no se puede despachar en dos frases. Consignemos sólo que no hay por qué dejarles la catalanidad a los nacionalistas. Ni por acción ni por omisión. Hoy, más de tres cuartas partes de los catalanes se consideran, en mayor o menor grado, españoles. El hecho de que la vida pública no lo refleje es una disfunción (y una renuncia) que no altera esta realidad.

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