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Pablo Molina

Los marines no son progres

Quizás debiera haber dialogado con el terrorista en lugar de dispararle con tan escaso talante, pero ocurre que los marines están en Irak para defender la paz, no para practicarla

Sólo una sociedad civil intelectualmente infantilizada por la visión izquierdista de los grandes medios de comunicación, es capaz de ofrecer episodios grotescos de histerismo, como ocurre siempre que los EEUU son acusados de violar los «derechos humanos». La misma izquierda que jamás emitirá una queja contra tiranos como Husein, por muchos inocentes —niños incluidos— que hayan mandado asesinar, no soporta en su delicada epidermis moral el más mínimo roce, cuando la víctima es el terrorista y el atacante un país democrático. En todo caso, como recordaba Raymond Aron, un abuso de poder puntual define un régimen liberal si puede ser denunciado y los criminales perseguidos. Tal cosa sucede en occidente, cuyas estructuras admiten, sin resentirse excesivamente, las denuncias de todos esos «accidentales petimetres». Mas en este caso, sólo después de un reposado y desapasionado estudio se podrá pronunciar un juicio serio. Lo que ya se sabe —el juicio ha sido sumarísimo—, es la mediocre condición intelectual de todos esos opinantes al servicio de la propaganda de guerra del enemigo de occidente.
 
Es el caso de las imágenes del marine que dispara contra un terrorista tumbado en el suelo, durante una operación militar en Faluya, cuya emisión en varias cadenas norteamericanas ha desatado la tradicional marejada antiamericana, en realidad antioccidental. La propia emisora de radio española premiada con un importante galardón por su cobertura de las jornadas previas al 14-M, y quizás también por su olfato especial para descubrir terroristas suicidas con una afición a la ropa interior rayana en el fetichismo, ha llegado a referirse a este asunto como «la masacre de Faluya». Y todo porque el soldado norteamericano en cuestión, ante la duda de si el enemigo que yace a sus pies puede ser una amenaza, más de la mitad de las bajas norteamericanas e iraquíes en Faluya han sido causadas por trampas bomba en los que se han llegado a utilizar los cadáveres de los propios terroristas, acaba con su vida. Quizás debiera haber dialogado con el terrorista en lugar de dispararle con tan escaso talante, pero ocurre que los marines están en Irak para defender la paz, no para practicarla.
 
Con gran desconocimiento del derecho de guerra, al que se alude con gran frivolidad, algunos medios acusan al ejército norteamericano de conculcar la Convención de Ginebra. Olvidan interesadamente que en Irak se lucha contra un enemigo insidioso y no contra el ejército regular de una potencia firmante del tratado ginebrino, condición indispensable para que la citada norma sea de aplicación. En realidad, la guerra total practicada por los «partisanos terroristas» ha borrado toda idea de límite en el empleo de la violencia. Lo cual impone al ejército regular un modo de practicar la guerra que no puede hacer acepción de combatientes y no combatientes con el rigor que desearía un jurista.
 
Y ya como estrambote, conviene recordar que los que más se escandalizan por la conducta de este marine son precisamente los votantes (o simpatizantes en el caso europeo) de John F. Kerry, quien durante la guerra de Vietnam hacía exactamente lo mismo que el marine de Faluya, lo que le valió, entre otras condecoraciones, la estrella de plata. Sin ir más lejos «patrullando la bahía del río Hap, Kerry y su tripulación descubrieron que estaban a punto de caer en la emboscada de un soldado del Vietcong, que acababa de surgir de la orilla del río con un lanzacohetes cargado en sus manos. Uno de los tripulantes de Kerry, Thomas Bellodeau, disparó e hirió al atacante, salvando al resto de la dotación. Sólo entonces, Kerry saltó a la orilla para dar caza al enemigo herido y acabar con él. (...)Ciertamente, el marine anónimo de Faluya merece, si no la estrella de plata, al menos un tratamiento similar al que la prensa dispensa a Kerry». En última instancia, las fantasías pacifistas a las que se han acostumbrado los quintacolumnistas de occidente no cambian el hecho política y humanamente trascendental, de que, en palabras del más importante polemógolo del siglo XX, Julien Freund, «la muerte es el riesgo individual que, en caso de guerra, conlleva el uso de la violencia».
 
En ocasiones, los derechos humanos –degradados entonces a una ideología utilitaria– y, en general, las convenciones onusinas son explotadas para desarmar moralmente a los países libres frente a sus enemigos, baste señalar que el gobierno de Sudán, responsable de uno de los mayores genocidios de la historia moderna, con más de dos millones de cadáveres a sus espaldas, es un respetablemiembro de la Comisión de Derechos Humanosde la ONU, para escarnio del «derecho», y sobre todo de los «humanos»; todo ello en favor de un supuesto pacifismo planetario que, como el resto de las utopías ideológicas, padece de un grave alejamiento de la política real. Clamar por la paz universal con camisetas del Che o divagar puerilmente sobre alianzas entre civilizaciones, podía estar bien en los tiempos en los que fumarse un porro era un importante acto de reivindicación política, pero en una época como la actual, cuando occidente ha de luchar contra la amenaza terrorista islámica en defensa de su libertad, resulta de un infantilismo suicida.

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