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Serafín Fanjul

Al-Queda: ¡qué mal queda!

Bachilleras y petimetres del mundo mundial quedan oscurecidos por G. Llamazares y su Al-Queda, hasta el momento lo mejor que hemos oído en el arte del quiero y no puedo y bien expresivo de las ínfulas culturalistas de este microbio

Es obvio que ni los periodistas ni los profesionales de cualquier otro ramo tienen la obligación de conocer todos los idiomas, ni siquiera la mayor parte de los más extendidos y significativos que, hoy por hoy, son más de una docena, aunque entre ellos sobresalga el inglés por razones de innecesaria explicación. Sin embargo, la extensión de los contactos, de la comunicación a gran escala, ha producido una globalización de onomásticas y topónimos con frecuencia mal oídos y peor reproducidos por los profesionales de la información. Un cosmopolitismo postizo de gentes que, con suerte, sólo conocen su propia lengua, se ha apoderado de los medios, terreno fácil para adornarse con plumas inmerecidas simulando, hasta inconscientemente, estar dotados de conocimientos de que, en realidad, se carece: es resultón, moderno, nuevo y progre, pronunciar –más o menos– a la inglesa cualquier vocablo extraño y pertenezca a la lengua que pertenezca.
 
Pero el Espíritu Santo no sopló el don de lenguas sobre nuestra tierra y, más que lograr ese efecto, el que suele seguirse más bien es el de ridículo, cursilería, metedura de pata, aunque –piensan los fautores– los oyentes no se enteran de nada y qué más da. Pero a veces se enteran; y si buscamos la excelencia y el trabajo bien hecho no parece demasía esperar que presentadores de TV o locutores de radio no se equivoquen, al menos, por meterse en camisas de once varas y alardear de lo que ignoran. Y hasta qué punto. La norma, o más bien actitud, que proponemos es bastante prudente y humilde –y creemos– sensata: pronunciar los nombres extranjeros como tales cuando se conozca con seguridad el idioma original y atenerse a la fonética y ortografía del español cuando no. Así no se presumirá de políglotas pero tampoco se cometerán errores y todos sabremos qué está pronunciando el busto parlante. Pero no : políticos, periodistas o habladores varios entablan arriscadas carreras de sacos por fingir –con gran desparpajo, eso sí– una soltura inexistente. Quizás lenguas germánicas como alemán, holandés o flamenco, por su similitud aparente o real con el inglés, sean las más castigadas al multiplicarse los Ualjein por Waldheim, Píter por Peter o Güili por Willy, aunque si se limitaran a la estricta fonética de lo que ven escrito incluso se aproximarían más al original. Por fortuna, se mantienen ciertos nombres acuñados por el uso en castellano como Munich, Colonia o Aquisgrán, si bien se han perdido Bamberga por Bamberg, Ratisbona por Regensburg o Mastrique por Maastricht. Y tampoco el francés se salva de la quema: he llegado a oír, muy a la inglesa, llamar La Bendí (sic) al departamento francés de La Vendée. No quiero imaginar las convulsiones de los vecinos transpirenaicos que oyeran esa versión hispana, tan exquisitos como son para los asuntos de su idioma.
 
En tiempos todavía no muy lejanos se seguía la norma de traducir los nombres de pila que lo permitían, es decir todos los occidentales y cristianos, lo cual afectaba a la mayor parte del intercambio cultural pues su origen era europeo, pero hoy el uso ha consagrado el triunfo de la onomástica de procedencia y nos rechinaría mucho al oído regresar a Guillermo Shakespeare y similares, aunque perviven Jesús de Nazareth, Mahoma, Carlos Marx, Káiser Guillermo o Federico el Grande y un largo etcétera que subsiste apegado a nuestros usos idiomáticos.
 
En los partes de noticias de nuestra infancia, los locutores, en general, se mantenían en la tónica que proponemos, sin hacer pinitos ni incurrir en el colmo de la ridiculez denominando Flórida (sic) a la Florida de Estados Unidos: ¿Hay quien dé mayor majadería? Pero aparecieron el gallego y el catalán y nos inundó una marea de Yeidas y Musías en boca de castellanoparlantes que no saben pronunciar la /ll/ ni la /x/; y el asunto acabó de pudrirse con la irrupción del árabe, lengua cuya fonética es radicalmente ajena a la del español, con lo cual los dislates se elevaron al cubo porque, al leer en caracteres latinos, se está aplicando la misma tendencia de anglizar palabras que no son inglesas ni francesas: la locutora que lee las noticias de TVE a mediodía –cuyo nombre no tengo el gusto ni el disgusto de recordar– y que es gran especialista en Yeida por Lleida (¿por qué esta cursi no dirá Lérida si lee en castellano?) o en leer un apellido español (Rangel) como Ranyel dándole un aire veneciano o estratosférico, nos deleita en cualquier instante con un divertidísimo Yan Yunes (por Jan Yunes, que es como se dice en árabe y como lo tiene escrito) o Yomeini (por Jomeini) y un largo etcétera acreditativo de su sólida formación filológica y lingüística. Desde que TVE ha recaído en manos socialistas tenemos el circo garantizado y no sólo por Moratinos.
 
Pero que no decaiga, siempre hay un Plus Ultra, dicho sea con los debidos perdones por utilizar una expresión tan poco a la moda. Bachilleras y petimetres del mundo mundial quedan oscurecidos por G. Llamazares y su Al-Queda, hasta el momento lo mejor que hemos oído en el arte del quiero y no puedo y bien expresivo de las ínfulas culturalistas de este microbio. El pisto grandilocuente y de prosopopeya admonitoria que gasta el doctorcito contribuye a realzar la metedura de gamba, mucho más arriba del corvejón. Dado que en español no existen los fonemas qaf y ‘ayn que porta la palabra al-Qa’ida, mejor es no inventar y limitarse a lo escrito, pero al prócer le dijeron que el diptongo /ai/ se lee /e/ (en francés) y se lo creyó, sacando sus conclusiones, tan atinadas y matizadas como todas las suyas: al-Qa ‘ida es al-Queda. Y andando. Pero en árabe no hay tal diptongo porque en medio de las vocales hay nada menos que un ‘ayn consonántico. El no lo sabe, pero tampoco sabe otras muchas cosas y no por eso se calla.
 
En fin, pararemos por nuestra parte, sin dejar de pensar que una escuela eficiente resolvería o paliaría estos problemas en buena medida. Una escuela eficiente, algo impensable con un gobierno socialista. Y amigos periodistas: no me hagáis el Llamazares, por favor.

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