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Pío Moa

Razones de la pervivencia de la ETA

No es posible que el gobierno, por mucha estupidez que quiera atribuírsele, ignore el beneficio extraordinario que sus medidas traen a los asesinos

Es fácil ver que la pervivencia de la ETA a lo largo de casi cuarenta años ha dependido de dos factores esenciales: su enraizamiento en una minoría significativa de la sociedad vasca, y la vasta red de complicidades morales y políticas de que se ha beneficiado. Ambos factores van juntos, pues esa red cómplice ha contribuido al arraigo de la ETA, y éste a justificar las complicidades. En Una historia chocante expuse el caso: la ETA nació como uno de tantos grupos empeñados en hablar de lucha armada, pero a los que nadie tomaba en serio. Ello cambió de golpe cuando empezó a matar. De repente encontró la cálida comprensión, admiración o ayuda, o todo junto, de casi toda la oposición antifranquista, de la parte peor, pero no la menor, del clero vasco y de otras regiones, de la prensa progresista española, como indicó en su momento Juan Tomás de Salas, y de los gobiernos francés, cubano o argelino y otros,
 
A primera vista sorprende esta amplísima solidaridad con un grupo que se proclamaba jactanciosamente totalitario, terrorista (eufemísticamente: practicante de la “lucha armada”) y antiespañol (“no somos antifranquistas, sino antiespañoles”, aclararían en más de una ocasión). Sorprende porque estos súbitos amigos de la ETA solían proclamarse, en su mayoría, demócratas, pacíficos y, por lo menos, no enemigos de España. ¿A qué obedecía su actitud? Quizá debamos recordar que la oposición y mucho del clero llamado progresista tenían de demócratas lo que los comunistas, es decir, nada. Rechazaban el franquismo pero aspiraba a terminar imponiendo en España una dictadura de tipo marxista, ruinosa y enormemente más dura que la de Franco. La oposición al dictador fue muy mayoritariamente comunista, e incluso cuando no lo era giraba en torno a montajes del PCE, el cual sólo había renunciado a la violencia tras fracasar en la reanudación de la guerra civil mediante el maquis. Una oposición así no podía reprobar el terrorismo, salvo si le perjudicaba de modo muy directo. Pensaba más bien que los idealistas obtusos de la ETA harían un conveniente trabajo sucio, del cual sacaría ella las rentas.
 
Los apoyos de las dictaduras argelina o castrista no precisan explicación. Pero el más efectivo llegó a la ETA de la democrática Francia, proporcionando a los pistoleros un seguro y cálido refugio también después de Franco. París obró así menos por aversión a una dictadura que por debilitar a España, una constante en su política exterior. Hemos vuelto a apreciarlo en la crisis de Perejil.
 
Con esas colaboraciones, la ETA llegó a la democracia con un aura de heroísmo, un heroísmo ausente en casi todos los demás antifranquistas. Nada de raro: según tesis aún difundidas, los terroristas habían abierto el paso a la democracia con el asesinato de Carrero Blanco. Esa idea ha sido defendida siempre, con claridad o disimulo, por El País, el órgano más influyente de ese extraño conglomerado que podríamos llamar “antifranquismo de después de Franco”, y por su inspirador ideológico, Juan Luis Cebrián. Éste ni siquiera se había opuesto a la dictadura, en cuyos aparatos había sabido medrar notablemente, para, en el posfranquismo, dedicarse a otorgar títulos de demócrata. Tales “demócratas” miraban a la ETA con respeto y gratitud, pese a haberse vuelto tan molesta. Había que negociar con ella un acuerdo entre personas decentes para terminar con unos asesinatos ya “innecesarios”. Por supuesto, la complicidad de grupos como el PNV iba mucho más allá, pero con el mismo fondo argumental: la ETA no era una banda de delincuentes, expresaba un “conflicto político” o “histórico” nacido de la opresión española en general y franquista en particular, y sus miembros tenían mucho de luchadores por la libertad, aun si equivocados en sus métodos.
 
Esta mentalidad convertía el crimen en una forma (y muy esperanzadora) de hacer política. Edurne Uriarte lo ha descrito muy bien en Cobardes y rebeldes. Por qué pervive el terrorismo: “La lucha policial queda cuestionada porque los terroristas saben que el Estado mantiene entre sus alternativas la de la negociación. Los terroristas saben que una estrategia adecuada por su parte provocará esa negociación. Mantienen la iniciativa en todo momento. Interpretan que el Estado les otorga el rango de enemigo, con el que caben las conversaciones y la negociación, es decir, la consideración que merecen es exactamente la que los etarras desean, la de un grupo armado con objetivos políticos y capacidad militar”. La pervivencia de la ETA ha dependido de forma muy destacada de este talante, formado en el franquismo.
 
Semejante confusionismo podría considerarse inevitable en la Transición, pero tras tantos años de experiencia no puede quedar confusión alguna, y debe hablarse de complicidad o colaboración. Nótese hasta qué punto ha persistido el talante mencionado: los partidos tardaron más de diez años en acordar una política sólo a medias antiterrorista, pero al menos común, el Pacto de Ajuria Enea; luego esos mismos partidos, en particular el PNV, sabotearon el pacto y terminaron liquidándolo en obsequio de los etarras; y sólo en el 2000, después de 32 años de crímenes, se firmó un Pacto Antiterrorista real, con exclusión del PNV. En él, ¡por primera vez!, se planteaba la lucha anti ETA como lucha contra un tipo de delincuencia, excluyendo definitivamente al asesinato como forma de hacer política. Y dio los mejores frutos, con diferencia hasta la fecha, acorralando a la banda etarra.
 
Ese pacto fue muy pronto desvirtuado por el PSOE, y echado finalmente abajo en aras de una abierta colaboración con los etarras para lograr, dicen, “la paz”. Algunos ingenuos atribuyen ingenuidad al gobierno por caer en tal trampa. No es posible que el gobierno, por mucha estupidez que quiera atribuírsele, ignore el beneficio extraordinario que sus medidas traen a los asesinos. Si mantiene esa política se debe a que entiende los principios democráticos y la unidad de España –o el patrimonio cultural en el caso de los papeles de Salamanca- como mercancías de trueque en su juego de poder con “un grupo armado con objetivos políticos y capacidad militar”. Un país como España ha pasado a estar bajo el poder de unos demagogos tercermundistas.

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