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Daniel Rodríguez Herrera

Represión y colaboracionismo

Lo que no es, o no debería, ser considerado como normal es la colaboración de empresas occidentales en el esfuerzo de la represión. Y menos aún cuando se trata de empresas cuyo modo de vida depende tanto de dicha libertad

Como le sucede a todo régimen o partido comunista, al gobierno chino le sienta la libre expresión de ideas contrarias a las oficiales como a un gremlin comer después de medianoche. Esa bondadosa y generosa preocupación por el género humano que dicen que es el comunismo se ha tornado siempre en gulag y lao gai, campos de concentración para el pensamiento libre. Pero eso es algo conocido, aunque Europa se niegue a ver sus consecuencias lógicas y prohíba organizaciones nazis mientras permite a las comunistas presentarse a las elecciones. Lo que no es, o no debería, ser considerado como normal es la colaboración de empresas occidentales en el esfuerzo de la represión. Y menos aún cuando se trata de empresas cuyo modo de vida depende tanto de dicha libertad, y que han logrado crecer y enriquecerse gracias a su existencia.
 
Los tres grandes de Internet tienen alguna restricción en sus operaciones en China. Es sabido que los bloggers que empleen la herramienta de Microsoft MSN Spaces no podrán escribir nada que contenga palabras como libertad o democracia, esas que tantos salpullidos provocan al comunismo gobernante. Yahoo firmó un acuerdo en 2002 en el que se comprometía a ejercer la autodisciplina. Google News excluye en China aquellas fuentes que el gobierno de Pekín ha decidido censurar. Mientras el líder de los buscadores justifica sus acciones por el hecho de que resultaría incluso incómodo mostrar noticias que luego los internautas chinos no podrían leer por los controles impuestos por el Estado –aunque no menciona nada del saludable efecto de poder ver titulares no censurados–, los dos primeros se justifican en el cumplimiento de la ley. Y es que tras décadas de intentar sustituir la moral por la ley, empieza a resultar difícil encontrar empresarios que se restrinjan más allá de la letra de la misma.
 
El recientemente fallecido Rafael Termes recordaba que las organizaciones podían seguir tres tipos de comportamiento ético: guiarse por el qué dirán, por la ley o por la calidad humana de las personas que la componen. En el caso del periodista condenado a diez años por difundir “secretos de estado”, que supone un salto cualitativo notable en la historia de colaboracionismo con Pekín, Yahoo no tenía demasiadas opciones, especialmente si es cierto que no se le comunicó la razón por la que se le pedían datos del disidente. Podía cooperar, exigir derechos de veto en la cooperación con la policía en materia de derechos básicos, negarse en redondo a colaborar o renunciar a tener negocios en China. Es probable que, en la práctica, dichas opciones se reduzcan a la primera o la última. ¿Deben las compañías extranjeras negarse a trabajar en países donde puedan verse obligadas a colaborar en la violación de los derechos humanos? Se puede aducir que su presencia, aún colaborando con el régimen, evita que el país se cierre a toda influencia exterior. Pero es difícil sostener una argumentación utilitarista cuando de derechos humanos se trata.
 
Sin embargo, por más que sea éticamente reprobable el comportamiento de las empresas de Internet en China, no se debe olvidar jamás que la responsabilidad real de la condena recae en el régimen comunista. Son los dirigentes chinos los que dictan las leyes, ordenan la persecución de la disidencia y mandan a la policía a buscar los datos incriminatorios. Pero estaría bien que las grandes multinacionales de Internet dieran una lección negándose a colaborar con las autoridades, aunque parece difícil que eso se produzca una vez ya han invertido en ese país. Es probable que la censura finalmente se muestra inútil para impedir que las ideas de libertad lleguen a los chinos, y que la disidencia sobreviva a la colaboración de empresas occidentales contra ella. Pero los directivos, trabajadores y usuarios de Yahoo podrían entonces mirarse al espejo sabiendo que nunca colaboraron.

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