“He dado todas las instrucciones de seguimiento más absoluto de los currículos de los altos cargos para exigirles un comportamiento absolutamente impecable”. Eso confesó ZP en su primera entrevista como presidente del Gobierno con un director de periódico. Sabemos, pues, con total certeza que el inquilino de La Moncloa, antes de nombrar ministro de Industria al de Iznájar, estudió un dossier donde se reproducía determinado párrafo escrito por el jefe de Filesa, Josep Maria Sala, mientras cumplía pena en el presidio; en concreto, éste: “Fui secretario de Organización hasta que me sustituyó de forma modélica José Montilla; hemos colaborado estrechamente en el PSC, sin que sea fácil distinguir mi actuación de la suya”.
Además, a tenor de la primeriza revelación presidencial, albergamos la seguridad plena de que ZP, en vísperas de encomendar la cartera de Industria a Montilla, era sabedor de lo declarado por éste ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo, durante el juicio de Filesa. Constatamos por esa vía que Rodríguez no ignoraba que José Montilla Aguilera testificó allí que el PSC carecía de espacio donde guardar archivos y papelotes, tanto en su sede central de siete plantas como en el otro centenar largo de locales que posee. Pues, como bien conoció entonces el Presidente, Montilla corroboró lo depuesto por Josep Maria Sala. Es decir, ratificó, ante un juez y bajo juramento, la versión según la cual Filesa fue adquirida con el único y exclusivo propósito de aprovechar la superficie de sus oficinas como trastero.
De idéntico modo, tampoco hoy ha de suponer sorpresa para Rodríguez el que Montilla respondiese por el alias de “El Polanquito del Llobregat” entre los avisados del PSC. Porque esos exhaustivos informes que exigió sin duda relatarían los negocios canallescos del ministro y sus socios, el alcalde de L’Hospitalet, Celestino Corbacho, el de Sant Joan Despí, Eduardo Alonso, el consejero de Industria del tripartito Josep Maria Rañé y un Antonio Pérez, ex alcalde de pueblo inhabilitado por prevaricador. Así, con toda seguridad, un ejemplar de El Faro del Llobregat, esa revistilla local que habría facturado un volumen de publicidad institucional de no menos de 250 millones de pesetas –al margen de lo cobrado a una legión de constructoras e inmobiliarias–, debió iluminar su decisión final en el instante de optar por la escolta de Montilla para el Consejo de Ministros.