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Agapito Maestre

Normalidad ovina y fin del Estado-nación

Estamos al borde de la muerte ciudadana, pero tenemos que sonreír a nuestros verdugos.

La vida política en España está espesa. Repetitiva y torpe. Entre un hombre sin corazón democrático por un lado, y un político que no es capaz de parar la deriva totalitaria en el que nos ha metido el descorazonado por otro, transcurre la vida cansina de una nación que camina sin pestañear a la guillotina. El populacho asiste impávido al espectáculo como si en ello nada se jugase. Zapatero es un indocumentado obsesionado por acabar con la oposición, en cierto sentido con la democracia en España, pero Rajoy no sabe articular políticamente una respuesta contundente a este proceso, que quiere acabar con su partido. Esta es la realidad de la vida política en España, que empieza a ser pesada y peligrosa. Pesada, porque repite hasta la saciedad los tópicos de los siglos pasados, y peligrosa, porque el pueblo asiste a un experimento totalitario con la frialdad propia del suicida.

El personal que nos observa desde el extranjero no sale de su asombro. España por la conducta frívola de su presidente, seguramente la mayor desgracia del socialismo de todas las épocas, sigue siendo diferente a cualquier nación civilizada de nuestro entorno. Nadie sensato en Europa es capaz de comprender cómo es posible que un presidente de Gobierno, Zapatero, haga un pacto con el jefe de la oposición de un mesogobierno regional, Mas, para darle sentencia de muerte al Estado-nacional. ¿Puede alguien imaginarse a la señora Merkel con el jefe de la oposición de Baviera firmando un pacto para terminar con la República Federal de Alemania? No, resulta imposible de comprender algo semejante.

Sin embargo, en España, ese tipo de salvajada política será respaldada no sólo por los partidos firmantes del engendro, sino que se intentarán “reflexiones” sesudas de cientos de “cabezas de huevo” a favor de este experimento de ingeniería política, muchos grandes medios de comunicación darán su apoyo editorial y, por supuesto, cientos de “intelectuales” darán su visto bueno a tal pendejada reaccionaria. Asistimos a una enésima vuelta a la sociedad del Antiguo Régimen, a los “derechos forales” y los estamentos, pero se nos vende la cosa con ropas progresistas. ¡Imbéciles! Ningún demócrata en Europa, nadie con dos dedos de frente, se atreve a concederle legitimidad democrática a un partido que quiere matar a quien le ha dado la vida. Nadie en el mundo consigue entender un pacto para acabar con un Estado democrático porque unos indocumentados no soportan la palabra España ni la vida democrática de los últimos 30 años, pero aquí la cosa, por llamarle algo, nos parece “hasta normal”.

El esperpento que reviste este pacto, y esto es lo grave, es visto como algo natural y comprensible para cualquier individuo civilizado. Sí, amigos, la cosa es tan terrorífica que nos están quitando el suelo, el espacio público, en el que desarrollamos nuestra identidad más o menos racional, pero tenemos que decir que aquí no pasa nada. Estamos al borde de la muerte ciudadana, pero tenemos que sonreír a nuestros verdugos.

Quien no sienta vergüenza ante el pacto, sin duda alguna, habrá perdido la dignidad. Quien quiera conocer unos cuantos nombres que han perdido la dignidad, que ni siquiera saben qué significa ser español, tener una nación, lean las páginas deEl Mundodel domingo y hallarán unos cuantos. Todos fueron interrogados sobre la cuestión de la nación en el Estatuto, pero, excepto Eugenio Trías, los muy indignos eran incapaces de mostrar criterios democráticos para reconocerse en la única nación que les permite tener alguna identidad. Los peores, sin embargo, no eran los que opinaban como los independentistas catalanes, sino quienes escurrían el bulto de modo cobarde para no ser tachados de españoles. “La opinión de los intelectuales catalanes”, que ayer reflejaba El Mundo, es todo un cuadro patético de la “inteligencia”, o mejor, de la falta de inteligencia residente en Barcelona. He aquí un botón de muestra de la indignidad: “Sinceramente”, decía un novelista, “me parece un tema político y no entiendo que se descuernen por este tipo de cuestiones. Me sorprende que alguien pueda pelearse por esto pasando lo que está pasando en lugares como África o Suramérica.” ¿Bochorno? No, cobardía.

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