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Cristina Losada

Los otros enfermos

Los que clamaban que la gente había tenido que autoorganizarse para afrontar la marea negra, la han dejado ahora en la estacada. Sola ante las llamas.

No podía sucederles. A ellos, no. Desde que llegaron al gobierno, habían decretado que Galicia ya no era la tierra de la negra sombra. Con ellos había arribado la modernidad y se esfumaban las tinieblas del subdesarrollo. Habían cultivado durante mucho tiempo la caricatura de trazo grueso. Les ahorraba el esfuerzo de comprender la realidad y batirse en terreno no apto para simplificaciones. Y les proporcionaba recursos demagógicos. Pintaban y repintaban el cuadro de una Galicia enclavada en la pobreza, la emigración forzada y dolorosa, y tantos otros clisés, cuya persistencia achacaban a quienes ganaban una elección tras otra. Pero cuando accedieran al poder retiraron las viejas fachadas Potemkin y pusieron otras, opuestas. Galicia era una potencia. Hasta disponía de una autonomía financiera que, junto a la mitología, fundamentaba la reclamación soberanista.

Con el Prestige habían sacado en procesiones lacrimógenas aquel paso, hecho con dibujos de Castelao y maletas de cartón. La imagen sufriente de una tierra que mantenían postrada los malvados que se obstinaba en elegir un pueblo comprado, adocenado o ignorante. Una Galicia olvidada y humillada por el gobierno de la Nación, que también, ay, era de los malos. Sólo en una tierra así castigada podía suceder, decían, un drama como el del Prestige. Uno, cuyos tintes sombríos cargaron sin apego alguno a los hechos, a las soluciones que se iban aplicando con éxito. Entonces también cometieron otro error. Pregonaron que las catástrofes no suceden: se provocan. Alimentaron ese escapismo a grandes dosis, redirigiéndolo contra el gobierno, chivo expiatorio por excelencia allí donde se refuerza la relación de dependencia con el estado. Y los que clamaban que la gente había tenido que autoorganizarse para afrontar la marea negra, la han dejado ahora en la estacada. Sola ante las llamas. Y se esfuerzan por canalizar el ánimo de linchamiento que atizaron en su día hacia otra parte: los incendiarios, la conspiración, la trama.

A ellos no les podía suceder. ¿No eran mejores, superiores, modernos? Desde el olimpo, la realidad se desdibuja. Fueron incapaces de valorar la situación correctamente. Puede que no acabaran de creérselo. Si no, resulta difícil de explicar la inconsciencia del todo bajo control y a mis vacaciones vuelvo. Al bipartito se le ha acabado la luna de miel consigo mismo. Siguen propalando la especie de la trama. El alcalde de Compostela denuncia el cerco de fuego a la residencia oficial del presidente, tal que si fuera un intento de derrocarlo con gasolina y mecheros. Pero ha llegado la hora de las incongruencias. Ahora, las catástrofes suceden. Ahora, un gobierno puede verse impotente ante ellas. Ahora, la delincuencia existe, y no se diluye sin más en el océano de injusticias. Comienza la caza del incendiario. Denuncias y delaciones se suceden. La neurosis muta en psicosis. Y hasta aparece en el paisaje la palabra con te. Esa que eluden ante las bandas que utilizan el terror para imponer objetivos que sienten afines, se la aplican a los que prenden fuego al monte, tanto políticos como intelectuales de bolsillo.

En este episodio de terribles consecuencias, los que aplican la cerilla al matorral no son los únicos que sufren algún trastorno. En él también han sido protagonistas los afectados por la patología de la superioridad. Aunque, sobre todo, hay enfermos de odio.

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