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EDITORIAL

Oriana

Nunca se había callado antes del 11-S y, desde luego, no lo haría después. Con el mismo desprecio con que los intelectuales la tachaban de "racista" ella les acusaba de ser unos traidores, de colaborar con el enemigo.

Islamofobia se llama a lo suyo, al parecer, entre los cenáculos políticamente correctos de los intelectuales que viven de taparse los ojos. Algunos necios que no habían nacido cuando ella luchaba de adolescente en la guerra contra el fascismo, y que jamás han arriesgado nada por la libertad que ella defendió siempre, llegaron a compararla con Hitler. Y es que desde el 11 de septiembre hasta el quinto aniversario de los mayores atentados terroristas de la historia de la humanidad, ha sido la conciencia de Occidente, la voz que se ha levantado orgullosa para denunciar el abismo al que nos encaminamos si seguimos dejando hacer al islamismo.

Oriana Fallaci ya estaba mortalmente enferma el 11 de septiembre de 2001. El cáncer ya le había corroído las entrañas y vivía sola y silenciosa en Manhattan, trabajando en un libro que no vio nacer en vida. Pero lo que vio aquel día infausto hizo crecer en ella la rabia y el orgullo, y ponerse a hacer lo que sabía, que era escribir. Ella, que había entrevistado a Arafat, a Jomeini, a todos; que había contemplado la ruina en que se había convertido el Líbano, esa Suiza de Oriente Medio; que conocía al monstruo por dentro y por fuera; estaba convencida de que daba lo mismo lo que dijera, que nadie la escucharía. Pero tenía que hacerlo. Y así fue cómo una atea de izquierdas parió en dos semanas ese grito en defensa de su civilización e incluso, sí, de su religión, que circuló de mano en mano y del que luego se vendieron millones de copias en decenas de idiomas.

Nunca se había callado antes del 11-S y, desde luego, no lo haría después. Con el mismo desprecio con que los intelectuales la tachaban de "racista" ella les acusaba de ser unos traidores, de colaborar con el enemigo. De haber construido una Europa sin valores ni convicciones, lista para ser absorbida sin demasiado esfuerzo por una ideología intolerante y totalitaria, pero que cree en ella misma. Y el que sus libros se vendieran como rosquillas, mientras los de aquellos que la han despreciado tanto acumularan polvo en los estantes, no deja de representar una esperanza: la de que muchos en Eurabia, muchos más de los que le gustaría a esa progresía multicultural pacata y cegata, comprendieron que aquello que gritaba Fallaci era lo mismo que querían gritar ellos.

Estos días, los mismos islamofascistas contra quienes dedicó el esfuerzo de sus últimos años de vida se han ensañado con Benedicto XVI por afirmar que emplear la espada para difundir la fe va contra el hombre y contra Dios y que los atentados islamistas son atentados contra Dios. Son los mismos que la frieron a demandas en varios países de Europa por "racismo", como si criticar una religión –en definitiva, una idea– significase despreciar a sus practicantes por los genes con los que nacieron, en lugar de por aquello que hacen con sus vidas.

No deja de ser irónico que una atea militante pero católica, como se definía a sí misma reconociendo que su mente había crecido en una sociedad forjada por esa religión, confiara precisamente en el actual Papa Ratzinger para liderar la resistencia occidental contra el islamismo. No iba a poner sus esperanzas en líderes como "el irresponsable e insoportable Zapatero", el que propone aliarse con el Mal para que éste nos conceda la gracia de ser devorados un poco más tarde. Ella confiaba en que al fin alguien daría un puñetazo en la mesa y nos recordaría que la defensa propia es legítima, y que dejaríamos de escuchar a los chamberlains y daladiers de este mundo. Ojalá tuviera razón.

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