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EDITORIAL

Cataluña, capital Caracas

Cuando esos tribunales en los que confiamos pueden tardar un año en expulsar a quienes se quedan a vivir en nuestra casa, lo normal es que la gente empiece a buscar otros métodos fuera de los cauces legales para poder expulsar a los okupas.

La mayoría no se da cuenta de lo débil que es el tejido que sustenta nuestra civilización y nuestro modo de vida. Las sociedades modernas disfrutan de una prosperidad sin precedentes en la historia gracias a una serie de mecanismos que permiten la existencia de una red de relaciones entre millones de personas que no se conocen entre sí, ni falta que les hace. Gracias al dinero, al Derecho, a la lengua, a los mercados libres y a una infinidad de otras instituciones podemos acudir al bar a pedir una de gambas y no vernos obligados a capturarlas, cocinarlas y pelarlas nosotros mismos.

Sin embargo, según crece y gana en complejidad esa red, más vulnerable se hace. Es de lo que se aprovecha el terrorismo. Y es algo que han comprendido muy bien déspotas como Allende y Chávez. La paulatina destrucción de todo aquello que hace viables nuestras vidas acabó en un caso con la dictadura de Pinochet y en el otro previsiblemente con la completa cubanización de Venezuela. Es mucho más sencillo destruir una comunidad próspera que construirla. La transición de la Europa del Este muestra que hay demasiadas cosas que damos por sentadas y que requieren de un lento proceso de construcción, pero que como los ladrillos los pusieron hace mucho y no hemos visto el solar vacío les concedemos poca importancia.

Una de ellas es el Estado de Derecho y el respeto generalizado a la ley por parte de los ciudadanos. Cuando se deja en manos del Gobierno el monopolio de la violencia se supone que la seguridad y los derechos de todos quedan garantizados por el Estado. Pensamos que estamos protegidos y que la Policía perseguirá a los delincuentes de los que somos víctimas, y a su vez tememos las posibles consecuencias de ser nosotros mismos quienes cometemos los delitos. De este modo se reducen los conflictos y podemos dedicarnos a otras cosas que no sean nuestra propia seguridad.

Pero cuando esos tribunales en los que confiamos pueden tardar un año en expulsar a quienes se quedan a vivir en nuestra casa, lo normal es que la gente empiece a buscar otros métodos fuera de los cauces legales para poder expulsar a los okupas. En Barcelona empiezan a proliferar las cuadrillas de profesionales expertos en esos desalojos, realizados en contra de la ley, que ya no respetan por ser completamente inútil en su papel de defensa de las víctimas. Así nacen las mafias. Quizá los que mejor han diagnosticado el medio ambiente en el que viven han sido los okupas de la calle Urgel, que han denunciado al propietario por "violar la intimidad" de su allanamiento de morada. Si la ley no funciona, lo normal es burlarse de ella.

No es éste, sin embargo, el único hilo de esa red de la que dependemos que se está destejiendo en Cataluña. La prensa, uno de los pocos contrapesos que tiene el poder, una de las pocas formas de contenerlo, está domesticada en su mayor parte, y a partir de ahora los pocos medios que no lo están pueden ver amenazada su existencia por el levantamiento por parte del Constitucional de las medidas cautelares tomadas contra el Comité Anti-Cope. El anuncio de Chávez de que cerrará una televisión ha dado la vuelta al mundo, y con razón, pues es un paso más en el camino de la destrucción de Venezuela como sociedad libre, abierta y próspera. El CAC es ese mismo paso, pero aquí mismo.

Cataluña se está transformando. La que fuera la región más dinámica y próspera de España va cediendo su puesto a otras zonas del país. Su Gobierno se infiltra en cada vez más ámbitos que no son de su incumbencia mientras descuida aquellos que sí le son propios, como es garantizar el cumplimiento de la ley. Es el camino de la ruina.

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