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José Antonio Martínez-Abarca

Polanco y el cultivo del mal

No me explico por qué un ancianito perfumado como Jesús Polanco, ese milhombres bajito con ese buen color de cara que siempre anuncia lo peor, tiene todavía ganas de que medio país lo odie intensamente.

Siempre recuerdo una reflexión amarga de González-Ruano, el gran maestre de todos los que nos dedicamos a esto, ya en sus últimos años.

Cuando alguien, un desconocido, le asaltaba por la calle a César para ponerle en el secreto de que no le gustaba nada lo que escribía, en lugar de enfadarse por la impertinencia o sofaldarse bajo la indiferencia, lo que le pedía el cuerpo es deshacerse en lágrimas, solicitando al otro piedad por lo que no se podía ya remediar. "Perdone usted, es que sólo he sabido ganarme así la vida", es lo que tenía ganas de decir Ruano, que ya se sentía débil y solicitaba la comprensión ajena para lo que sin embargo fue su producción más memorable, prodigiosamente compilada por el ex futbolista Miguel Pardeza para unos tomos como sillares de catedral de la Fundación Mapfre. Tan débil se sentía (contra su pose de prepotente) que de hecho yo creo que a partir de su "mi medio siglo se confiesa a medias" se tiró casi quince años haciendo testamento en los periódicos y sorbiendo huevos crudos que pinchaba con la uña córvida del meñique.

¿Y a dónde nos lleva la reflexión de Ruano contra la vanidad? Nos lleva a que da igual cuánto hayas escrito y el mayor o menor mérito que tenga: siempre estás a merced de la última mano inocente y desconocida que venga a hundirte o del valor de lo último que hayas escrito esa misma mañana. Sabes que ya has llegado a donde querías dirigirte de joven, a lo que hay después de resistir un éxito, no porque todo el mundo sepa quien eres, sino porque te encuentres con que hay demasiados que no lo ha sabido nunca.

En España te recuerdan en la muerte y ni un día más y te olvidan en vida. La vida del articulista de periódico es como el propio ejercicio del periodismo: está bien, pule el estilo, a condición de abandonarla a tiempo, parafraseando lo que decía García Márquez. Por no saber morirse a tiempo se ha echado a perder mucha gente. Se habla del caso de Larra: de haber muerto centenario en la cama, no sería más famoso ni menos costumbrista (ni tendría una calle más céntrica) que Mesonero Romanos o incluso que don Felipe Trigo. Pero como se pegó un tiro hasta lo más abominable que perpetró lo regalan los príncipes herederos. Y, también por eso mismo, resulta tan actual que en su más conocido grabado se nota que ha ido al mismo peluquero que David Beckham, siglo y tres cuartos antes.

A alguno nos va llegando ya la edad de dejar esto del periodismo y dedicarnos a una ocupación decente, por ejemplo, ser rentistas de larga duración. Estar en la trinchera cansa, pero lo que más cansa es comprobar que nada de lo que hayas podido hacer jamás haya servido para nada, excepto como digo para ese éxito que consiste en que ya no te reconozcan ni para pegarte por la calle y por tanto ningún alma cándida venga a darte el día.

Así que no me explico por qué un ancianito perfumado como Jesús Polanco, ese milhombres bajito con ese buen color de cara que siempre anuncia lo peor, tiene todavía ganas de que medio país lo odie intensamente ("por tu salud, vive sin PRISA" es el último lema de moda, ya traicionado por numerosos cargos del PP). Cuando muera, todo su dinero no podrá hacer que se le recuerde ni un minuto más de lo que le corresponde, siquiera en las misas ordenadas por la salvación de su alma (que pondrá a prueba la misericordia divina: "no hay cojones a negarme a mí la salvación eterna"), y desde luego no se ha dado ni un caso de que al muerto le echen las perras a la caja.

Ponga en orden sus asuntos don Jesús y deje el cultivo del mal para los jóvenes. Como no sea que quiera parecerse a la forma que tuvo de dejar impronta el actor Steve McQueen, del cual dijo John Huston a su deceso: "Fue un hijo de puta mientras vivía, y supongo que lo seguirá siendo después de muerto".

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