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Cristina Losada

El teatro chino de Teresa Chen

Ésa que supone, por ejemplo, hablarles a unas señoras sobre los derechos de la mujer o mantener un coloquio con estudiantes de Shangai, como si tales señoras y dichos estudiantes fueran libres ciudadanos.

Desde que Nixon rompió el hielo con Mao, las democracias han hecho su peregrinación a China poniendo buena cara al mal tiempo de la brutalidad del régimen comunista. Es decir, tapándose al menos un ojo ante lo que ocurre allí: miles de ejecuciones al año, juicios sin garantías, detenciones arbitrarias, torturas y malos tratos, forzosos abortos y esterilizaciones, tráfico de mujeres y niñas, tráfico de órganos, represión de protestas, persecución religiosa, censura de la prensa y de internet, y el laogai, un archipiélago de campos de trabajo forzado en el que padece y produce un cuarto de millón de personas. La lista no es exhaustiva, pero resulta elocuente. Sin embargo, pesa muy poco en la balanza comercial. Incrementar el flujo comercial suele ser el objetivo de los que acuden a tomar el té con los ahora millonarios comunistas de Pekín. Y esa era también, según decían, la misión de María Teresa. Una misión de comercio injusto si nos atenemos al mantra "progresista". ¿Injusto pero necesario?

El Gobierno español no va por ahí. No trata con regímenes liberticidas por necesidad sino por gusto. De manera que si a Zapatero se le había visto vertiginosamente atraído por el primer ministro chino en un célebre brindis, a De la Vega la hemos observado ya abducida durante su mayestático viaje por el antiguo Imperio del Medio. Su visita ha desbordado ampliamente los cauces de esas relaciones con la nariz tapada que las democracias mantienen con las dictaduras. Y aunque es cierto que no hay visita oficial sin ridiculeces reservadas para los invitados, también lo es que la vicepresidenta entró en el juego y lo siguió encantada. Un juego que es político y propagandístico, si pueden separarse ambos conceptos en un sistema totalitario. Y uno en el que los comunistas chinos son maestros. Sus "técnicas de hospitalidad" llegaron hace años a tal refinamiento, que lograban crear la ilusión de que nada de lo que veía el visitante había sido preparado y ensayado.

Resulta impensable que el Gobierno de un país como España ignore ese teatro chino y sus efectos, de manera que no tiene excusa que María Teresa se haya prestado a colaborar en la impostura. Ésa que supone, por ejemplo, hablarles a unas señoras sobre los derechos de la mujer o mantener un coloquio con estudiantes de Shangai, como si tales señoras y dichos estudiantes fueran libres ciudadanos. María Teresa no se ha resistido a participar entusiasta en el paripé, dándole rango de realidad a esas estudiadas representaciones. Y es justo el afán de la vicepresidenta por aparecer como mensajera "progresista", lo que le conduce a legitimar de forma más sangrante a las dictaduras colegas. Colegas porque este Gobierno aplica al revés el principio de Lord Acton y con él, España no tiene intereses, sino amigos o enemigos. Y, en todo caso, encubre su interés, como en el caso del levantamiento del embargo de armas de la UE, que China exige para intensificar el comercio con Europa.

La cobertura periodística del viaje ha sido en general y como corresponde, laudatoria, y se resume en tres palabras: qué guay, China. Las fachadas Potemkin siempre tuvieron especial éxito con la prensa. Y, naturalmente, no son aborrecidas por el Gobierno ZP, que no hace sino fabricarlas. Afinidades. Maria Teresa puede recoger así los frutos publicitarios de sus viajes por el estrecho mundo de la política exterior de Zapatero, sin miedo a que la acusen, como acusaron a la viuda de Mao cuando cayó en desgracia, de ordenar que se limpiara el polvo de las hojas de los árboles de las ciudades antes de visitarlas.

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