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Enrique Dans

Dinosaurios y pop-up

Lo único que cabe esperar de un pop-up hoy en día es que provoque que nos acordemos no del ignorante director de marketing que lo contrató ni del creativo que lo desarrolló, sino de todos y cada uno de sus familiares vivos y muertos.

Seguro que la palabra y el concepto de pop-up no nos suena demasiado extraño: hablamos de esas molestas ventanas emergentes que, cuando entrábamos en una página de Internet carente de respeto hacia sus usuarios, se abrían ante nosotros, impidiéndonos hacer lo que realmente pretendíamos hacer: visualizar el contenido de la página. Los pop-up se encuentran entre las prácticas más intrusivas en Internet: según uno de los principios básicos de la usabilidad, una ventana sólo debe abrirse como consecuencia de un clic, y cada clic únicamente debe dar origen a una ventana. Vulnerar esos principios supone, invariablemente, molestar al usuario, castigarle con una acción inesperada que interrumpe el flujo natural de eventos en Internet.

Por no valer, ni siquiera nos vale como ese factor sorpresa que tantas veces se utiliza en el marketing: un pop-up carece de valor como tal, y lo único que cabe esperar de él hoy en día es que provoque que nos acordemos no del ignorante director de marketing que lo contrató ni del creativo que lo desarrolló, sino de todos y cada uno de sus familiares vivos y muertos. Hoy en día, un pop-up es un insulto al usuario, y una herramienta no sólo terriblemente ineficiente –ahora veremos por qué– sino también un arma perfecta para destruir nuestra imagen de marca como anunciantes.

Afortunadamente, el pop-up, aunque muchos no se hayan enterado todavía, es hoy una cosa antediluviana. Los tiempos en los que un internauta podía encontrarse una avalancha de pop-up al entrar en una página han pasado ya. Pararse a pensar hoy en día en algunas de las técnicas que los anunciantes llegaron a emplear para que viésemos sus pop-up nos produce auténtica hilaridad. Dibujaban un botón de salida con su "X" en la esquina superior derecha para que el visitante llegara a la página del anunciante al pulsarlo para intentar cerrar la ventana; cargaban ventanas debajo de la que el usuario estaba visualizando (pop-under) para que le diese tiempo a cargarse completamente y pudiese aparecer "en todo su esplendor" cuando el usuario cerraba la ventana principal; hasta provocaban que la ventana "huyese" por toda la pantalla cuando se situaba el cursor en el botón de cerrar. Son técnicas que hoy consideraríamos absurdas, estúpidas e incomprensibles.

De hecho, el consenso con respecto al nivel de intrusión y molestia que suponen los pop-up llegó a ser tan grande que una serie de actores en Internet llegaron a desarrollar herramientas para librarnos de ellos: después de que Opera se convirtiese en el primer navegador con bloqueo de pop-up incorporado, muchos otros siguieron su ejemplo: a principios de la presente década, todos los navegadores excepto Internet Explorer incorporaban ya bloqueadores de pop-up, y la lista de software disponible para ejercer esta misma función crecía sin parar. Algunos sitios, de hecho, empezaron a prohibir el uso de pop-up por considerarlo demasiado agresivo hacia sus usuarios: MSN, sin ir más lejos, lo hizo en el año 2004. La propia Microsoft, en el mismo año 2004, aprovechó la salida de su actualización SP2 para "arreglar" su navegador, Internet Explorer 6, incorporándole un bloqueador de pop-up. Millones y millones de usuarios han descargado alguna de las barras de herramientas que proveedores como Google, Yahoo! o Microsoft ofrecen para, entre otras funciones, librarnos de los molestos pop-up.

Considerando este desarrollo histórico, lo sorprendente, hoy en día, es que todavía sigamos encontrándonos sitios en los que, nada más entrar, nos reciben con un pop-up. Y resulta sorprendente por varios motivos; el primero, porque revela una enorme ignorancia en la persona que ha pagado por él. Y es que un pop-up, a día de hoy, lo llegan a ver muy poquitos usuarios. Examine las estadísticas de cualquier sitio web, y piense que la amplísima mayoría de los usuarios que entran en él con un navegador como Internet Explorer, Firefox, Opera y muchos otros, directamente no van a llegar a ver el pop-up en el que ese ignorante anunciante decidió gastarse sus dineros. En realidad, acabaríamos antes pensando quien realmente llega a ver el pop-up: únicamente personas que llegan a la página con un navegador antiguo como Internet Explorer 6.0 y sin parchear con SP2, un porcentaje obviamente bajo y que disminuye, además, a pasos agigantados por pura ley de vida, dado que ese navegador en esas condiciones resulta tan inseguro que esa máquina acaba infectada con todo tipo de "bichos" y necesitando urgentemente una actualización, que invariablemente vendrá con bloqueador de pop‑up.

En segundo lugar, demuestra una falta de respeto del propietario de la página hacia sus usuarios, para quienes un pop-up supone un insulto, una especie de vulneración de un código no escrito, una acción que ellos no han iniciado en el contexto de un medio en el que el usuario reclama justificadamente tener el control. El pop-up es un reflejo de una generación pasada de marketers, de personas que no entienden Internet como medio y que creen que pueden desarrollar en él el mismo tipo de comportamientos que en un medio offline como la televisión: interponerse entre un usuario y el contenido que quiere disfrutar. Hoy en día, un pop-up sólo puede responder a una cosa: la acción, en algún punto de la cadena, de una persona con un criterio equivocado.

Cada vez que navegue por Internet y vea un pop-up, o reciba el aviso de su navegador que informa de que un pop-up ha sido bloqueado, plantéese dos cosas: uno, que si ha llegado a verlo es muy posible que esté haciendo algo mal y su navegador esté poco actualizado o en situación de inseguridad; y dos, que acaba de cruzarse con un dinosaurio y que cada vez verá menos. En ese caso, no se lo diga – los disgustos no son buena cosa a ciertas edades–, pero me han contado que, desde el Cretácico, son especie en extinción.

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