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Mikel Buesa

Duopolio político y sistema electoral

El deteriorado estado político y económico de España reclama desde hace tiempo una reforma electoral.

En este tiempo de espera en el que, una vez transcurrida la mitad de la legislatura, se prepara ya la próxima confrontación electoral, se especula mucho con las posibilidades de asentar algún poder alternativo al de los dos partidos -PP y PSOE- que se lo han repartido desde que, en 1982, acabara finiquitada la transición y, con ella, la formación de aluvión que lideró Adolfo Suárez. De esta manera, los partidos secundarios que ya han logrado asentarse en el sistema, bien en las instituciones nacionales, como UPyD, bien en las regionales, como Ciudadanos, aspiran a ampliar su espacio electoral y los de nueva creación, sean de la izquierda o de la derecha, como ocurre notoriamente con Vox, tratan de penetrar en él, todos ellos con la indisimulada aspiración de influir decisivamente en la gobernación de España, rompiendo el duopolio del poder.

Se aduce en este sentido que las elecciones europeas ofrecen un marco idóneo para tal propósito, pues al referirse a un ámbito político externo -y, digámoslo con claridad, poco valorado por los electores- cabe mejor la aparición de un voto de castigo a los grandes partidos. Además, al desenvolverse bajo una única circunscripción nacional y ser el reparto de escaños proporcional, las posibilidades de entrar en éste son relativamente elevadas. Ambos argumentos tienen un punto de razón, pero no conviene magnificarlos. Con respecto al primero, quienes lo sustentan suelen suponer que la fidelidad de los votantes a los partidos alternativos a los del duopolio es mayor que la que éstos registran, lo que les conferiría una cierta ventaja. Sin embargo, la evidencia sociológica no parece sustentar con fuerza este supuesto; y señala, sin embargo, que la desafección del electorado hacia los partidos políticos es más bien común a todos ellos, aunque pueda haber diferencias menores en su intensidad. En cuanto al segundo, siendo cierto que en estos comicios no hay un umbral mínimo de votos para participar en la distribución de escaños, sin embargo no lo es menos que, en la práctica, queda establecido un porcentaje mínimo al efectuarse el reparto. Por ejemplo, en las elecciones de 2009 esa proporción se fijó en el 2,5 por ciento, lo que hizo que sólo seis de las 35 candidaturas que se presentaron resultaron premiadas con algún diputado en Bruselas. Ello implicó la necesidad de lograr 395.000 votos como mínimo, una cantidad ésta nada fácil de obtener que, trasladada a las elecciones del próximo mes de mayo, de repetirse la misma participación, en virtud del aumento del censo, aumentaría hasta los 410.000.

Pero, más allá de lo que las elecciones europeas deparen, lo cierto es que sus resultados en ningún caso constituyen un espejo en el que quedarían reflejadas las opciones de los votantes de las futuras elecciones generales internas. Ello es así porque, al margen de las tendencias de la opinión electoral que muestren los comicios europeos, es el propio sistema electoral el que actúa como un elemento de estabilización política preservando los fundamentos del reparto del poder y, con ello, la existencia del duopolio partidario. Recordemos que ese sistema es una herencia tardofranquista, una excrecencia de las viejas Cortes de la dictadura que, enfrentadas al inevitable cambio político, lo diseñaron con la esperanza de que sus procuradores pudieran reproducirse dentro de la democracia. No fue así en la mayor parte de los casos, de manera que ya desde las elecciones del 15 de junio de 1977, con pocas excepciones, se vieron arrumbados por una clase política emergente organizada en los partidos tradicionales de la izquierda o en los nuevos partidos de la derecha.

Fueron precisamente los buenos resultados de estos partidos, en especial los de la UCD y el PSOE, los que indujeron a sus dirigentes a tratar de consolidar el sistema electoral heredado. Y lo hicieron de una manera muy sólida -y por cierto poco habitual en los países democráticos-, al constitucionalizarlo no sólo en cuanto a sus fundamentos, también en cuanto al detalle de su configuración. De esta manera, nuestro sistema electoral tiene muy poco margen de cambio en la ley electoral y requiere para su modificación una reforma de la Constitución.

Los dos aspectos más relevantes de ese sistema que conducen a la consolidación del estatus duopolista de nuestra estructura política son los que se refieren a la proporcionalidad y a la determinación de las circunscripciones electorales. La proporcionalidad se establece como norma general en todas las elecciones -con la única excepción de las del Senado, para las que rige un sistema mayoritario corregido-, aunque su aplicación se matiza con la exigencia de una proporción mínima de votos para participar en el reparto de escaños -que en las elecciones generales es del tres por ciento-, a la vez que éste se sujeta a la Ley D'Hont -que concede una prima a los partidos más votados-. Y la circunscripción electoral es siempre la provincia, sea cual sea su número de habitantes, además de las dos ciudades autónomas, asignándose a cada una de las cincuenta existentes un número mínimo de diputados, más los que le correspondan en el reparto proporcional a la población de los escaños que exceden a ese suelo de representación. De esta manera, actualmente todas las provincias cuentan con al menos tres diputados, con la única excepción de Soria, que tiene dos, y de Ceuta y Melilla, que tienen uno cada una.

La combinación de estos dos elementos conduce a que en 34 de las 52 circunscripciones sólo entren dos partidos en la asignación de escaños. Ello proporciona un cómodo colchón de 161 diputados que en diferente proporción se reparten los dos partidos mayoritarios. Y, a su vez, sólo en 18 provincias obtienen representación tres o más partidos. Con respecto a éstas, conviene puntualizar que en doce de ellas el electorado aparece fragmentado por la conjunción de dos ejes ideológicos, el que va de la izquierda a la derecha y el que se define por las posiciones nacionalistas o españolistas, lo cual complica las posibilidades de éxito electoral de los nuevos partidos de ámbito estatal.

En resumen, por tanto, nuestro sistema electoral concede una prima de representación al duopolio que forman el PP y el PSOE. Y en un ámbito menor a los partidos nacionalistas que ocupan posiciones hegemónicas en sus respectivos territorios. Se comprenderá entonces que la idea de la ruptura de ese duopolio resulte más un deseo utópico que una posibilidad práctica; y que, por mucho que en las elecciones europeas esos dos partidos pudieran verse castigados por los votantes, es institucionalmente inviable su desplazamiento radical en el reparto del poder. Lo más que razonablemente podría ocurrir es que ambos se vieran envueltos en una situación en la que resultara dificultoso formar una mayoría de gobierno, en especial si se quisiera eludir el apoyo de los partidos nacionalistas en el caso de que éstos, para darlo, exigieran el tránsito hacia la posible ruptura de la unidad nacional. Tal vez entonces socialistas y populares pudieran verse abocados a dejar de lado sus diferencias para, bajo una gran coalición, enfrentar las reformas institucionales, entre ellas la electoral, que desde hace tiempo viene reclamando el deteriorado estado político y económico de España.

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