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Jorge Vilches

El pulso nacionalista a la democracia

Los sentimientos no son negociables, por eso escapan a la democracia y han generado históricamente crisis y dictaduras.

Los sentimientos no son negociables, por eso escapan a la democracia y han generado históricamente crisis y dictaduras.

Los particularismos territoriales y los nacionalismos periféricos siempre han aprovechado las crisis generales para extremar sus reivindicaciones aludiendo a que el autogobierno es su destino. No han respetado las reglas del juego político, ni la Constitución, esgrimiendo un concepto de democracia propio del populismo y de los regímenes autoritarios del siglo XX. El problema es que no hay una fórmula constitucional, o que responda al racionalismo jurídico, que les dé toda la razón y que satisfaga definitivamente un planteamiento que es puramente sentimental. Los sentimientos no son negociables, por eso escapan a la democracia y han generado históricamente crisis y dictaduras.

Roberto L. Blanco Valdés, catedrático en la Universidad de Santiago, es uno de los grandes constitucionalistas españoles. Ha dedicado los últimos años a estudiar la descentralización y el federalismo, primero de forma teórica, en Los rostros del federalismo (2012), y ahora en su aplicación al caso español, con esta obre de título significativo: El laberinto territorial español. Del cantón de Cartagena al secesionismo catalán. La tesis es bien clara: el nacionalismo es una insatisfacción constante que no puede saciar fórmula descentralizadora alguna. Las estrategias constitucionales empleadas por las élites políticas para dar solución al conflicto territorial planteado por nacionalistas vascos y catalanes han sido rotundos fracasos.

La demostración de esta tesis está en el estudio que el autor hace de los casos en los que las élites políticas españolas trataron de compaginar los particularismos con la unidad nacional en un sistema democrático. Blanco Valdés ha escogido tres momentos: la república de 1873, la Segunda República y el régimen actual, al que llama "república coronada" y "federal". Los paralelismos son complicados, pero sí se puede sacar un mismo patrón: los dirigentes nacionales pusieron en marcha una descentralización para satisfacer a los particularismos territoriales, pero las élites locales forzaron el régimen hasta propiciar su ruina.

La primera parte está dedicada a la Primera República. Los factores que echaron abajo aquella experiencia son múltiples, pero hay uno que destaca: la rebelión cantonal. Los republicanos no tenían un proyecto de federalización de España, salvo la cantonalización espontánea, de la que surgiría el pacto federal para reconstruir el país. Surgió así el cantonalismo que hizo inviable la República, como señaló tarde Castelar a los diputados que le preguntaron por el proyecto constitucional: "Lo quemasteis en Cartagena". La preferencia por la insurrección antes que por las reglas de juego democráticas hizo inviable aquel régimen descentralizador.

Sesenta años después, la Segunda República se encontró con un problema similar. Blanco Valdés señala que el primer error fue reconocer la legitimidad de la Generalitat el 14 de abril y su derecho a elaborar un estatuto antes de que se redactara la Constitución; y todo a cambio de que Macià retirara la "República Catalana de la Federación Ibérica", una declaración que rompía el Pacto de San Sebastián de 1930. Los políticos nacionales se dividieron, como muy bien cuenta el autor, entre dos opiniones autorizadas: las de Azaña y Ortega y Gasset. Mientras el primero hablaba de la confianza que le daba el Estado integral, compuesto de autonomías, para satisfacer definitivamente a los nacionalistas, el segundo explicaba que el nacionalismo no estaría nunca satisfecho dentro de España, por lo que un estatuto solo sería una solución con fecha de caducidad. El problema catalán, decía Ortega, solo se puede "conllevar". La proclamación del Estado catalán el 6 de octubre de 1934 pareció darle la razón y fue, en opinión de Blanco Valdés, el principio del fin del experimento republicano, ya que violaban la Constitución y sus reglas los mismos que las habían elaborado.

La tercera parte, dedicada al régimen de la Constitución de 1978, es la más extensa, y responde a la pregunta que inicia el libro: "¿Cómo hemos llegado a esto?". Los dirigentes de la Transición cayeron en el optimismo azañista, creyendo que un régimen estatutario amplio satisfaría a los nacionalismos vasco y catalán. Pero en realidad, señala Blanco Valdés, se diseñó un sistema federal que, rompiendo todas las teorías del federalismo, contenía nacionalidades cuyo objetivo final, y sentimental, es la independencia. La progresiva descentralización no ha calmado a los nacionalistas, sino que ha alimentado su soberanismo, al tiempo que les ha dado los resortes administrativos autonómicos para convencer a sus poblaciones.

Blanco Valdés, al calor de la infatigable campaña propagandista del nacionalismo, acaba contestando tres preguntas: ¿tienen fundamento las quejas nacionalistas sobre la insuficiente descentralización en España?, ¿es cierto que un Estado propio es la única salida frente al supuesto desprecio a la pluralidad?, ¿es cierto que los nacionalismos periféricos son la respuesta a la agresividad del nacionalismo español, que, según dicen, aspira a la uniformidad y al centralismo? El autor ve que la descentralización ha federalizado España a niveles superiores o equiparables a los Estados federales clásicos, y que la exaltación particularista y la invención histórica han llegado a niveles insospechados. Por último, niega la existencia de ese nacionalismo español agresivo, que responde a la necesaria construcción imaginaria del enemigo. Al contrario, la respuesta al desafío secesionista y a la sedición contra la Constitución y la democracia ha sido una respuesta pacífica, legal y cívica.

En definitiva, un buen libro, resultado del pesimismo ilustrado, que recomienda como Ortega conllevar el problema territorial, y mientras tanto, siguiendo las palabras de Azaña –que no su práctica–, saber que

se gobierna con la ley, con el Parlamento, y [que] una democracia se disciplina mediante la ley, que el Gobierno aplica bajo su responsabilidad. No se puede gobernar una democracia de otra manera.

Roberto L. Blanco Valdés, El laberinto territorial español. Alianza Editorial, Madrid, 2014, 471 págs.

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