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Eduardo Goligorsky

Una disciplina alarmante

Los bárbaros están llamando nuevamente a las puertas de nuestra civilización.

Los bárbaros están llamando nuevamente a las puertas de nuestra civilización.

Pocos días antes de las elecciones del pasado 24 de mayo, la Unión de Comunidades Islámicas de España (Ucide) hizo un llamado a todos los ciudadanos de confesión musulmana para que participaran activamente en el proceso comicial, con la advertencia expresa de que no debían abstenerse ni votar en blanco (LV, 13/5). Aunque no citaban siglas, ponían en su lista negra, en el ámbito municipal, a los partidos que "entorpecen o impiden el establecimiento de mezquitas para nuestros fieles y de cementerios para nuestros difuntos". La Ucide exhortaba enfáticamente a negar el voto a los partidos que han "obstaculizado e impedido" que los alumnos reciban clases de religión islámica en los colegios y a darlo a aquellos que han apoyado el derecho igualitario a la enseñanza religiosa. Con una salvedad importante: había que comprobar, entre estos últimos, "quiénes han cumplido y quiénes no".

Guerras sin cuartel

A primera vista, no parece objetable que un colectivo, cualquiera sea su naturaleza, defienda los derechos de sus integrantes. Sin embargo, cuando se trata de una entidad que apela a la religión para imponer una disciplina masiva a los fieles en el terreno político no podemos dejar de sentirnos alarmados. Sobre todo cuando esa religión abarca corrientes internas que libran guerras sin cuartel en su propio seno y contra el resto del mundo civilizado. Escribe Giovanni Sartori (La sociedad multiétnica, Taurus, 2001):

La xenofobia europea se concentra en los africanos y en los árabes, sobre todo si son y cuando son islámicos. Es decir, que se trata sobre todo de una reacción cultural-religiosa. La cultura asiática también es muy lejana a la occidental, pero sigue siendo laica en el sentido de que no se caracteriza por ningún fanatismo o militancia religiosa. En cambio, la cultura islámica sí lo es. E incluso cuando no hay fanatismo sigue siendo verdad que la visión del mundo islámico es teocrática y que no acepta la división entre Iglesia y Estado, entre política y religión. Y que, en cambio, esa separación es sobre la que se basa hoy -de manera verdaderamente constituyente- la sociedad occidental. Del mismo modo, la ley coránica no reconoce los derechos del hombre (de la persona) como derechos individuales universales e inviolables, otro fundamento, añado, de la civilización liberal. Y estas son las verdaderas dificultades del problema. El occidental no ve al islámico como un infiel. Pero para el islámico el occidental sí lo es.

Retomando el hilo de mi discurso, en líneas generales la pregunta es: ¿hasta qué punto una tolerancia pluralista debe ceder no sólo ante extranjeros culturales sino también a abiertos y agresivos enemigos culturales?

Y en una entrevista concedida a ABC (15/6/2007), Sartori fue aun más categórico:

Se debería revocar la ciudadanía a quienes fomentan el odio a Occidente. (…) Hay fundamentalistas que se han infiltrado en las mezquitas y revocándoles esa ciudadanía podría ser una forma de enfrentarse con el problema.

Dictaduras indispensables

El edicto de la Ucide suena tanto más extemporáneo cuanto que está destinado a movilizar obedientemente a una colectividad sometida, en 98 mezquitas de España y 50 de Cataluña (LV, 5/4), a la prédica de imanes de dudosa formación teológica pero de segura tendencia salafista. Algo que Francia no parece dispuesta a tolerar. Allí el Ministerio del Interior, que es el encargado de las relaciones con los cultos religiosos, velará para que los imanes reciban formación universitaria, dominen la lengua francesa y conozcan las reglas de la República: los principios de la laicidad, el derecho de culto y la historia de Francia (LV, 16/6).

Las directivas de la Ucide invitan a preguntarse, sin embargo, cuáles son los partidos que cuentan con su aprobación. Aprobación, eso sí, vigilada y sometida a la condición de que cumplan lo prometido. Aunque no los nombre, no es difícil identificarlos: son los que disfrazados de izquierdistas y progresistas arremeten contra los valores de la sociedad liberal. Y los secesionistas que, aunque no se comprometan con los islamistas, les prestan una ayuda valiosa al sabotear la cohesión de España, debilitando su capacidad de resistencia a las pretensiones hegemónicas del Califato.

El argumentario de quienes, consciente o inconscientemente, allanan el camino al enemigo no resiste el menor análisis crítico y deja al descubierto, sin el mínimo pudor, la magnitud de su resentimiento antioccidental. Alucina Manuel Castells (LV, 13/6):

Se constató que en la historia ha habido formas de coexistencia fructífera, así como que la intransigencia religiosa es tan cristiana como islámica. Sin ir más lejos, la Córdoba del Califato fue un ejemplo de tolerancia y multiculturalidad fecunda entre musulmanes, cristianos y judíos. Fue la conquista (sic) cristiana la que destruyó la coexistencia. Y sobre esa conquista (sic) se configuró la Inquisición que impuso la intransigencia totalitaria mediante el terror durante siglos en los confines del imperio español y allá donde la Iglesia católica tuvo poder incontestado. (…) Pero la verdadera raíz de la islamofobia moderna proviene de la dominación colonial y poscolonial de Occidente sobre tierras musulmanas, asentada sobre la supuesta superioridad de los valores occidentales. Porque para civilizar a los otros es necesario afirmar la superioridad de la propia cultura.

Añade Castells, corolario lógico de tanta perversidad occidental:

Por eso cuando surge un foco de resistencia total y totalitaria a la humillación sistémica y a la imposición de una cultura mediante bombardeos, los jóvenes de aquí van a morir allá para recuperar su dignidad. O se preparan para regresar con su mensaje de muerte y redención.

¿Castells y la monja en excedencia Teresa Forcades irán a darles la bienvenida?

Castells y quienes como él travisten la Reconquista en conquista para impugnar la superioridad de los valores occidentales que cristalizaron en la Ilustración y para canonizar la barbarie de los reyezuelos árabes nos pintan la imagen de un Al Ándalus paradisíaco que se desvanece, por ejemplo, ante la documentada desmitificación que compaginó Serafín Fanjul en Al Ándalus contra España (Siglo XXI, 2000) y en La quimera de Al Ándalus (Siglo XXI, 2004). Ni convivencia de culturas ni tolerancia religiosa: discriminación, persecución, segregación e impuestos excepcionales eran la realidad cotidiana para cristianos y judíos. Realidad que no excluía conversiones forzosas y matanzas periódicas. En el siglo XXI, la Inquisición es un bochornoso recuerdo para la civilización occidental, mientras que su equivalente, la sharia, todavía rige implacable en las sociedades islámicas. Y eso es lo que bombardean nuestros aliados y protectores: los baluartes de la Inquisición resucitada por el islam.

También hay dictaduras indispensables, pena de muerte incluida. M. Cherif Bassiouni, promotor del Tribunal Penal Internacional e insobornable defensor de los derechos humanos, confiesa, con descarnada crudeza, refiriéndose a la situación de su país, Egipto (LV, 27/6):

La dictadura militar actual es la única alternativa a la barbarie.

Pululan los insensatos

Vista la perseverancia con que trabajan los enemigos de la sociedad abierta y los apóstoles del caos, no puedo resistir la tentación de reproducir un fragmento aleccionador de Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, que Edward Gibbon publicó entre 1776 y 1788. Lo he extraído del enciclopédico Civilización. Occidente y el resto, de Niall Ferguson (Debate, 2012). Así describía Gibbon el saqueo de Roma por los godos en agosto del 410 d. C.:

En la hora de salvaje licencia, cuando toda pasión se inflamaba y toda restricción se levantaba (…) se hizo una matanza cruel con los romanos y (…) las calles de la ciudad se llenaron de cuerpos muertos, que permanecieron sin enterrar durante la consternación general (…) Allí donde los bárbaros se sintieron provocados por la oposición, extendieron la promiscua matanza a los débiles, los inocentes y los desvalidos (…) Las matronas y vírgenes de Roma fueron expuestas a agravios más terribles, al arrebatarles la castidad, que la propia muerte (…) Los brutales soldados satisficieron sus apetitos sin tener en cuenta ni las inclinaciones ni los deberes de sus cautivas (…) En el pillaje de Roma se dio una justa preferencia al oro y las joyas (…) pero una vez que esas riquezas fácilmente transportables hubieran sido arrebatadas por los ladrones más diligentes, los palacios de Roma fueron despojados de su espléndido y costoso mobiliario.

Los bárbaros están llamando nuevamente a las puertas de nuestra civilización. Oriente Medio y vastos territorios del África tribal son escenario de las mismas atrocidades que describe Gibbon. Y, entre tanto, pululan los insensatos que fomentan el desgarro del nuestro tejido social, distraen la atención de los ciudadanos con fobias cainitas y cierran los ojos ante los caballos de Troya que se infiltran con alarmante disciplina. Los bárbaros, no obstante su barbarie, saben sacar provecho de las enseñanzas que les brinda la historia sobre la decadencia de las naciones que ellos ambicionan dominar. En cambio, nuestros dos totalitarismos, el secesionista y el chavista, se empeñan en estimular esta decadencia para fundar sobre ella sus lucrativos reinos o repúblicas de taifas. La sociedad civil deberá armarse de paciencia, de lucidez y también de disciplina para desenmascararlos y devolverlos amablemente, antes de que sea demasiado tarde, al limbo onanista de donde nunca debieron salir.

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