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Cristina Losada

Llorar y gritar ¡fascista!

Los ríos de tuits que corren para repudiar la política de inmigración se vuelven hilillos imperceptibles a la hora de proponer alternativas viables

Hace dos semanas hubo un episodio que levantó en armas sentimentales a media Europa y a toda España. La canciller Merkel, en un acto en un colegio de Rostock, le explicó a una niña palestina que Alemania no podía acoger a todos los refugiados y que era posible que a su familia no se le extendiera el permiso necesario para continuar en el país. Podía ser que sí, pero también podía ser que no, le dijo Merkel, y la niña, que desea quedarse en Alemania, se echó a llorar. "Merkel hace llorar a una niña palestina", fue el titular y la reprobación.

El envés del asunto no quedó tan claro como el escándalo general. Tal vez los escandalizados querían simplemente que Merkel le mintiera a la niña. Tal vez, y esto parece más probable, querían significar una vez más que la política de inmigración europea es una política que causa gran sufrimiento y debe cambiarse. Pero los ríos de tuits que corren para repudiar esa política se vuelven hilillos imperceptibles a la hora de proponer alternativas viables.

La tendencia, y más aún la tendencia española, es hacer de cada triste suceso una ocasión para un mea culpa colectivo, una denuncia de nuestra dureza de corazón y una condena a la Europa rica por dejar que mueran o sufran a sus puertas tantos cientos de miles de personas. Todo es llorar, como lloró Elena Valenciano después de visitar la valla de Melilla escondida detrás de un árbol, aunque se escondió para contarlo luego en la tele. Ahora bien, debatir racional y seriamente sobre el problema, eso no. Tan es así que una medida racional como el reparto de refugiados por cuotas entre los Estados de la UE levantó aquí un clamor indignado: ¡tratan a las personas como si fueran números! Esto en uno de los países europeos que acoge a menos refugiados. Alemania, por cierto, es con creces el que más.

La otra parte del problema de la inmigración es tabú: no se puede reconocer como problema. El único problema que puede haber con los inmigrantes instalados en un barrio o en una población es el del racismo de los que creen que hay problemas. Son racistas, fascistas y ya está: no hay debate posible. Es exactamente la situación que analizaba Jean-François Revel, hace una quincena de años, cuando el Frente Nacional de Le Pen ya había despegado con su discurso anti-inmigración en los barrios obreros que antes votaban comunista.

Decía entonces Revel -en El conocimiento inútil- que era "un error nefasto, yo diría incluso que criminal cuando es voluntario, asimilar al racismo ideológico y exterminador las actitudes de rechazo provocadas por fuertes flujos de trabajadores inmigrados. Sin duda, tales actitudes son indeseables; sin duda, es preciso hacerlas desaparecer; pero esto sólo se puede conseguir mediante la educación, la explicación, la persuasión y sobre todo remediando las condiciones concretas que causan las fricciones entre recién llegados y antiguos residentes. No es insultando a estos últimos y tratándolos de fascistas como habrá una posibilidad de hacer surgir en ellos buenas disposiciones hacia los inmigrados (…)"

En Europa, en España, en fin, hay dos maneras de abordar los problemas de la inmigración que son perfectamente inútiles, cuando no contraproducentes: una consiste en llorar y darse golpes en el pecho; la otra es gritar ¡fascista!

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