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Pablo Planas

Casi todo lo que el PP ha hecho mal en Cataluña

El Partido Popular es uno de los grandes artífices del desgobierno en la región.

El Partido Popular es uno de los grandes artífices del desgobierno en la región.
EFE

La política en Cataluña es un cachondeo constante, un espectáculo entre bufo y denigrante de carácter coral, como la presidencia que pretenden imponer los muchachos de las CUP para evitar un nuevo anticipo electoral. En el reparto de errores monumentales, el PP es uno de los grandes artífices del desgobierno en la región. A saber y sin ánimo de exhaustividad, la primera metedura de pata fue encargar al simpático ministro de Exteriores, García-Margallo, la gestión del problema catalán. Fue el primer punto para los separatistas. Madrid, venían a decir, les trataba como a una colonia y a eso y no a otra cosa se debía que el titular de Asuntos Exteriores fuera el replicante de Mas, Junqueras y David Fernàndez.

Lo único que se sabe de cierto en la decisión de encargar a Margallo el expediente autonómico es que se prestó voluntario porque se pretendía colega de Junqueras, con quien había trabado relación en el Parlamento Europeo. Seguramente en Bruselas las diferencias entre catalanes, madrileños y sevillanos son menores que en el solar patrio, lo que debía de dar para confidencias de barra o de sala de espera en el aeropuerto.

Entre medias, la gestión mediática del caso Pujol se convertía en el choteo del florero con micrófono en La Camarga, lastre que la todavía presidenta del partido en Cataluña, Alicia Sánchez Camacho, arrastró como alma en pena hasta que a sólo dos semanas para nombrar candidato en las autonómicas Rajoy decidió alzar una ceja y dar paso a Xavier García Albiol. O sea, lo que hacía Cruyff con Alexanco en el descuento de los partidos, meter un defensa central de delantero centro y balonazos a la olla.

Desde 2012, año cero oficial del proceso para los separatistas (en realidad comenzó en 1981 con Pujol), el dinero no ha dejado de fluir del Estado a las arcas de la Generalidad, una Administración quebrada por la ineptitud colosal de Mas y sus consejeros, que de primeras decían que eran "el govern dels millors". Los mejores. Ahí es nada la autoestima. Dinero, dinero y dinero del Fondo de Liquidez Autonómica (FLA) que Mas aprovechó para organizar estructuras de Estado, frentes civiles como la Asamblea Nacional Catalana o el Consejo Asesor para la Transición Nacional y alimentar sus baterías propagandísticas y adoctrinantes. Dinero de todos los españoles para dinamitar el Estado.

La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, también se ocupó del caso con elocuentes resultados. Los separatistas celebraron su referéndum el 9-N del pasado año en lo que fue toda una demostración de que Mas y sus mariachis se pasaban la legalidad por el forro del arco del triunfo. Ahí fue cuando hasta en el PP catalán no pudieron más y se lamentaron de sentirse solos, abandonados por un Gobierno incapaz de interpretar correctamente lo que estaba ocurriendo en Cataluña. A Rajoy, en cambio, le seducía (y le seduce) la envenenada teoría de que los nacionalistas van de farol y de que para independizarse hace falta algo más que manifas el Onze de Setembre, que todo esto no es más que en una conspiración de sobremesa en un bistró de la Bonanova. Vale, créaselo, presidente.

Nombrado candidato García Albiol, se le echó al Congreso de los Diputados para que pareciera que la idea de la reforma del Tribunal Constitucional era cosa suya, aunque no fuera parlamentario de esa cámara. En Cataluña se saltan las leyes; en Madrid, las formas. No parece una respuesta muy proporcional. El caso es que García Albiol, tras aparecer en todos los lados, pasó a convertirse en el candidato invisible, un mérito no menor en comparación con su visibilidad física. Rajoy, por presumir de agenda internacional o guiado tal vez por una benemérita intención, movilizó a Merkel, Hollande, Cameron y hasta al mismísimo Obama en el procés.

Como es natural, la intervención de los líderes extranjeros provocó oleadas de satisfacción en los separatistas (que por fin se veían reconocidos en el mundo entero) y provoca dudas sobre la capacidad del Gobierno para hacer frente a un reto de política interior, uno de los más graves desde la Transición. No se recuerda que Cameron pidiera ayuda al mundo para frenar a Salmond, el líder independentista escocés. Aquí, en cambio, se trajeron hasta a Sarkozy, como Aznar, pero en francés y sin bigote. El debate en la tele del Conde de Godó (que tela con el tema) entre Margallo, again, y Junqueras fue el colmo del ostracismo del candidato y la confirmación definitiva de que el Gobierno tiene más que ver con el problema que con la solución.

El batacazo pudo ser mayor. La intención de voto del PP cayó en picado durante la campaña tras haber repuntado con la elección como cabeza de cartel de García Albiol. El suceso del balcón del Ayuntamiento, con Alberto Fernández, Ángeles Esteller y Javier Mulleras colocando la bandera española tras el despliegue de una gran estelada por parte de ERC, fue el mejor spot electoral del partido. Un actuación improvisada que costó cero euros y fue portada en todos los medios. Un acto de dignidad, sólo eso y nada menos que eso. Ni siquiera el anuncio de Rajoy hablando en catalán pudo tapar lo único que el PP ha hecho bien en Cataluña en los últimos años.

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