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Samuel Gregg

Sueldos, incentivos y riqueza

El impacto negativo del salario mínimo lo sufre la clase media y los pequeños empresarios con reducidos beneficios, así como millones de consumidores que terminan pagando por el aumento salarial.

Como resultado del cabildeo de sindicatos, activistas y organizaciones religiosas, el salario mínimo fue incrementado recientemente en Estados Unidos: de 5,15 dólares la hora subirá escalonadamente hasta alcanzar los 7,25 dólares en 2009, un aumento de 40%.

Los promotores de la medida insisten en que así se promueve la "justicia social", pero los salarios mínimos aumentan el desempleo entre los más jóvenes y entre todos aquellos que no tienen la capacidad de aportar con su trabajo un valor que cubra el coste de emplearlo. Así se perjudica a los más débiles, cerrándoles la puerta antes de poder comenzar a trabajar y a acumular tanto experiencia como habilidades.

Pero los aspectos negativos del salario mínimo no impiden que los gobiernos lo impongan: 18 de los 27 países miembros de la Unión Europea fijan salarios mínimos, lo mismo que las naciones latinoamericanas que los pusieron en marcha por presiones de la Alianza para el Progreso, lanzada por el presidente John Kennedy en los años 60.

No parece ser una coincidencia que las discusiones sobre los aumentos del salario mínimo se desarrollen en paralelo a las críticas a los altos ingresos de los presidentes de las grandes empresas. En junio, la Cámara de Representantes acordó reforzar la supervisión de sueldos y beneficios de los altos ejecutivos por parte de los accionistas y una ley similar fue introducida al Senado por el pre-candidato presidencial Barack Obama.

La compensación económica de los ejecutivos es un tema complejo, en términos tanto morales como económicos. La mejor manera de abordarla es exigiendo una absoluta transparencia y supeditando el dinero que se les paga a su rendimiento. Pero, lamentablemente, las discusiones se enconan cuando esas compensaciones se comparan con el sueldo mínimo que cobran los trabajadores.

Sobre ese tema, valdría la pena que los participantes del debate leyeran el artículo publicado hace exactamente 80 años por uno de los más famosos economistas del siglo XX, Joseph Schumpeter: La función del empresario y el interés del trabajador. Publicado en una revista para obreros industriales, la tesis principal es que incentivar a emprendedores y ejecutivos es, a largo plazo, tremendamente beneficioso para todo el mundo, incluyendo a los empleados y trabajadores.

Para Schumpeter, el motor de crecimiento económico que aumenta el nivel de vida de todos es el talento creativo y la capacidad empresarial. Y esa habilidad, sea para lanzar un producto novedoso o para adoptar las exitosas estrategias que caracterizan a los líderes empresariales, no se da sin altos incentivos para arriesgar capital propio o tomarlo prestado.

Nadie invierte tiempo, esfuerzo y talento en iniciativas empresariales novedosas sin creer que los probables beneficios son suficientes para justificar el riesgo que se toma. Es decir, en ausencia de incentivos atractivos, los instintos empresariales no se ponen en práctica y, entonces, el coste de la inacción no es sólo un nivel de vida más bajo, sino también menores oportunidades de empleo.

En el mismo artículo, Schumpeter calculó que si la totalidad de la riqueza en Gran Bretaña fuera redistribuida entre la población, apenas aumentaría el nivel de vida. Pienso que lo mismo sucedería hoy, incluso a nivel mundial.

Esto nos trae de vuelta al salario mínimo, que es en realidad un tipo de redistribución, pero que no afecta en nada a los ricos. El impacto negativo lo sufre la clase media y los pequeños empresarios con reducidos beneficios, así como millones de consumidores que terminan pagando por el aumento salarial. En cualquier caso, eso nada tiene que ver con la "justicia social".

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