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Jeff Jacoby

Seis años sin atentados en EEUU

Si Al Qaeda hubiera sabido lo que provocaría el 11 de Septiembre –la caída de sus protectores talibanes, el estrangulamiento de su red financiera, la muerte o detención de miles de mandos y soldados de a pie–, ¿habría seguido adelante?

Si había algo que todos sabíamos tras el 11 de septiembre de 2001 era que se avecinaba otra masacre. El próximo ataque terrorista contra suelo norteamericano, se afirmaba una y otra vez, no era tanto una cuestión de si iba a suceder, sino de cuándo ocurriría.

Los americanos no eran los únicos que esperaban que Al Qaeda cometiese otra masacre. Los propios terrorista también. A comienzos de este año, el cerebro terrorista Jalid Sheikh Mohammed confesó que, además del 11 de Septiembre, había estado planeando atentar contra la Torre Sears de Chicago, la Bolsa de Nueva York y el Empire State, y hacer saltar por los aires embajadas norteamericanas y centrales nucleares.

Ninguno de estos ataques se llevó a cabo. En los seis años que han transcurrido desde el 11 de Septiembre, el terrorismo islamista ha producido repugnantes escenas de carnicería en Madrid, Londres, Bali, Estambul, Israel e Rusia, entre otros lugares. Pero no ha habido ningún atentado catastrófico en suelo americano, algo que nadie habría predicho en el 2001. ¿Cómo se explica tan buena fortuna?

No hay una respuesta definitiva a esa pregunta. Pero ciertamente el lugar donde empezar es el reconocimiento tardío de que nos encontramos en guerra.

La yihad contra nosotros no comenzó el 11 de Septiembre. Había empezado mucho antes, con el secuestro de la embajada norteamericana en Teherán en 1979 por parte de un tumulto leal al ayatolá Jomeini. Le siguieron años de atentados islamistas, secuestros y toma de rehenes, pero muy pocos norteamericanos se dieron cuenta de que se estaba emprendiendo una guerra contra nosotros por parte de un enemigo que no sólo gritaba "¡Muerte a América!", sino que lo hacía en serio. En una columna del New York Times publicada dos meses antes del 11 de Septiembre, el ex director de la oficina de contraterrorismo del Departamento de Estado ridiculizaba como "fantasías" creer que "Estados Unidos es el objetivo más popular para los terroristas" o que "grupos extremistas islámicos protagonizan la mayor parte de los atentados terroristas".

La sangre y el horror del 11 de Septiembre hicieron pedazos esos errores de juicio tan cómodos. El presidente Bush declaró entonces que estábamos en guerra contra el terrorismo, una lucha que equiparó a las guerras globales contra el comunismo y el nazismo. El Gobierno estadounidense le dio un repaso general a sus operaciones de contraterrorismo, maniobrando agresivamente para trastocar y dañar las operaciones de Al Qaeda en el extranjero y extirpar de raíz a los posibles futuros yihadistas en casa. Después de años en los que el terrorismo se trató como un delito normal a perseguirse después de producirse los atentados, la administración Bush hizo de la prevención el principal objetivo. En lugar de esperar los ataques de los terroristas, el Gobierno –dotado de poderes extraordinarios para incautar archivos, monitorizar comunicaciones y registrar residencias y empresas– atacaría primero.

El Congreso aprobó la Patriot Act, la cual autorizaba muchos de esos poderes extraordinarios y echaba abajo el muro que venía impidiendo que las fuerzas del orden y los agentes de Inteligencia compartieran información. Los canales por los que los terroristas recibían la financiación terrorista fueron suspendidos. La capacidad de Inteligencia humana (en contraposición a la electrónica) se desarrolló dramáticamente. Los oficiales de la lucha contra el terrorismo empezaron a trabajar íntimamente con sus homólogos de países aliados para identificar a yihadistas y –como sucediera con los arrestos de la semana pasada en Alemania– frustrar ataques mortales.

Llevar la guerra a territorio enemigo en Afganistán privó a Al Qaeda de una base segura y mutiló la capacidad de sus líderes para viajar y comunicarse. Muchos operativos de Al Qaeda han sido abatidos; otros han sido detenidos por las tropas norteamericanas e interrogados con energía, en ocasiones con demasiada. Por todas estas vías y muchas otras, Estados Unidos ha estado realmente librando una guerra contra el terrorismo, una guerra más intensa, más implacable, más sofisticada y –como sugieren estos seis años sin atentados domésticos– con mayor éxito de lo que cualquiera habría concebido antes del 11 de Septiembre.

Pero si los terribles sucesos de ese día lograron que por fin la mente de los americanos se concentrara en la mortal amenaza procedente del islam radical, la respuesta norteamericana a esos terribles sucesos podría haber tenido un efecto similar sobre las mentes de Osama bin Laden y sus aliados. Una cosa es lanzar espectaculares ataques contra un tigre de papel que no tiene nervio para contraatacar. Otra cosa muy distinta es atacar a una superpotencia que reacciona con furia y con una espada tremendamente afilada.

Si Al Qaeda hubiera sabido lo que provocaría el 11 de Septiembre –la caída de sus protectores talibanes, el estrangulamiento de su red financiera, la muerte o detención de miles de mandos y soldados de a pie–, ¿habría seguido adelante? Habiendo desatado el temporal una vez, ¿estará más o menos inclinada a arriesgarse de nuevo?

En una idea que le lleva la contraria a las creencias establecidas, Daniel Pipes, el afamado experto en islamismo, argumenta que "el terrorismo causa más mal que bien al islam radical". Eso se debe en parte a que "alarma y galvaniza a los occidentales", fortaleciendo su resolución e intensificando sus esfuerzos en la lucha contra el terrorismo. Por otro lado, también es debido a que "el terrorismo obstaculiza el discreto trabajo del islamismo político", impidiendo el objetivo a largo plazo de los radicales de hacer crecer la importancia del islam dentro de la sociedad occidental.

No podemos saber con certeza qué anida en la mente del enemigo. Lo que sí sabemos, lo que dejó brutalmente claro el 11 de Septiembre, es que estamos en guerra. El enemigo está metido en esto hasta sus últimas consecuencias. Es mejor que nosotros también lo estemos.

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