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Jorge Vilches

El Rey o el cambio climático

Es el miedo a la libertad el que hace aplaudir la subvención generalizada, y, por tanto, cargar de electoralismo negativo las medidas sociales del Gobierno.

Los ataques a la Monarquía y a los símbolos nacionales no son nuevos ni deben escandalizar. Es propio de una sociedad liberal y democrática el que haya opciones que pretendan legalmente la sustitución de alguno de sus pilares sociales o políticos, comprendiendo que el que viola la ley la paga. Lo aparentemente anormal es que el Gobierno, guardián de las instituciones y leyes, se contente con hablar de "gamberradas" y "fogatas de Girona".

Y digo aparentemente, porque la normalidad de este Ejecutivo es buscar la política de efecto, de foto, acaparando portadas y titulares grandilocuentes. Cada gesto gubernamental está calculado para obtener un resultado electoral. Si no ha defendido a la Corona, o no ha obligado a los ayuntamientos a izar la bandera, no es por un prurito republicano, sino pensando en el impacto social, en las urnas.

El Gobierno ha acometido con ese mismo método las cacareadas medidas sociales, con electoralismo, que no es ni bueno ni malo, sino real. Y las ha emprendido no impulsado por la derrota electoral del pasado mes de mayo, sino porque su gran baza electoral, el "proceso de paz", se ha ido al garete. Algo había que presentar al electorado español tras tres años de grandes eslóganes, como la "alianza de civilizaciones", el citado proceso o las kelifinders, pero pocos resultados.

Y en esto no deja de ser curioso que haya quien diga que la acusación de electoralismo a las medidas sociales del gobierno, al crecimiento del Estado del Bienestar, es una prueba de la supervivencia del "conservadurismo más rancio". Y es curioso, como mínimo, porque una de las doctrinas que sostiene que la pobreza sólo puede ser vencida por la planificación estatal es, precisamente, el conservadurismo. Un conservadurismo que considera que el individuo es una pura abstracción y la libertad una quimera dañina para el "bien común". Así, desde el canciller Bismarck, el junker conservador, en 1870, el Estado ha sido el áncora de salvación y el altar de sacrificio para planificadores estatales y totalitarios de toda condición.

Nos encontramos, así, con una de las típicas paradojas progres: los mismos que reclaman el reconocimiento de la pluralidad y la multiculturalidad defienden la planificación estatal e igualitaria. Es asunto viejo, ya decía Walter Lippmann que a mayor complejidad de la sociedad, más difícil y más absurda es la omnipresencia estatal. Ya en la época de Montesquieu la gente vivía con la ilusión de que la legislación tenía un poder casi ilimitado para modificar las condiciones sociales. Y, quizá en vano, Mises se dedicó a desarmar el entramado de la ingeniera social a favor de los logros de la sociedad libre.

Despejada, espero, la confusión del "conservadurismo", es preciso resaltar que es el miedo a la libertad el que hace aplaudir la subvención generalizada, y, por tanto, cargar de electoralismo negativo las medidas sociales del Gobierno. Porque el Ejecutivo de Zapatero navega a soplo de estudio de opinión, buscando el efecto mediático y la rentabilidad electoral. Y si no ha dicho nada por la quema de fotos de los Reyes, o por la negativa de algunos ayuntamientos a izar la bandera nacional y constitucional, es porque cree que hacerlo no le genera un rédito en las urnas. En cambio, y es triste decirlo, sí lo hace hablar en la ONU del cambio climático, la capa de ozono, el calentamiento global y los compromisos de Kyoto. Como diría el contaminador oscarizado: una verdad incómoda.

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