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Mark W. Hendrickson

Los empleos que supuestamente salvan los aranceles

Cada vez que se han extendido medidas proteccionistas para ayudar a las compañías acereras nacionales, se han perdido más empleos en las industrias norteamericanas que usan el acero como materia prima de los que se salvaron en la siderurgia.

La defensa del libre comercio descansa en un principio simple: deberíamos ser libres de comprar lo que nos plazca, incluso si nos lo vende un extranjero. Los detractores del libre comercio están seguros de que hay excepciones legítimas a este principio. Cuando los negocios extranjeros tienen una ventaja supuestamente "injusta", las empresas norteamericanas que compiten con ellas quieren que el Tío Sam las rescate adoptando políticas proteccionistas como aranceles y cuotas a la importación. Quieren que el Gobierno "nivele el terreno de juego". Temen o perder sus empleos o que el libre comercio acabe provocando el declive económico de nuestro país. La primera preocupación es razonable; la segunda no.

En este artículo trataré los aspectos económicos, éticos y políticos del primer motivo de preocupación, la supuesta pérdida de puestos de trabajo norteamericanos concretos frente a la competencia extranjera. Otro artículo posterior tratará el asunto más genérico sobre si el libre comercio es malo para Estados Unidos o no.

Es una realidad económica de la vida que, en un mercado competitivo, los productores menos eficientes (es decir, los que tienen costes más elevados) son reemplazados por los productores más eficientes. Para el economista resulta irrelevante si el productor con costes más bajos es nacional o extranjero: el nivel de vida de los norteamericanos se ve inevitablemente beneficiado cuando los americanos pueden comprar más a cambio de menos. No obstante, las empresas nacionales amenazadas por la competencia extranjera no son tan inflexibles en este punto. Cuando los competidores que venden más barato que ellos son de fuera, apelan al sentimiento nacionalista y presionan en favor de la protección gubernamental frente a esa competencia supuestamente desleal.

Es importante comprender que la desventaja competitiva de una compañía nacional puede estar provocada por ella misma. Por ejemplo, de 1975 hasta 1982 los costes del empleo en la industria del acero se elevaron de 9 a 24 dólares la hora. Durante este periodo, la cifra de empleados en el sector descendió de 500.000 a 300.000. En 1982, a los empleados del acero japoneses se les pagaba sólo la mitad de lo que recibían sus homólogos americanos, pero tenían mayor productividad. Esto sugiere que muchos empleados norteamericanos del acero perdieron sus empleos por cobrar demasiado, no por competencia desleal.

Sin embargo, hay ocasiones en que las compañías extranjeras reciben subvenciones de sus gobiernos, lo que les permite vender más barato que los productores norteamericanos. El economista no tiene problema en reconocer que esos subsidios son injustos, pero a la vez sostiene que las políticas nacionales proteccionistas tampoco son justas ni tienen sentido económico. Dos errores no suman un acierto. Sólo porque un Gobierno extranjero haya impuesto un peso injusto a su propio pueblo imponiéndole una carga fiscal para reducir el precio de ciertos productos escogidos no significa que nuestro Gobierno deba responder imponiendo a su vez a los norteamericanos otra carga injusta. ¿Por qué debe el Tío Sam negar a los ciudadanos el acceso a unos precios más bajos que sí pueden disfrutar todos los demás? ¿Qué hay de justo en eso? ¿Incrementan los precios más elevados la prosperidad de un pueblo? Si los gobiernos extranjeros quieren exportar riqueza en forma de precios más bajos a los ciudadanos norteamericanos, deberíamos aceptar tamaña generosidad.

Aquí es donde los proteccionistas juegan su baza, argumentando que si no se adoptan políticas proteccionistas, se perderán puestos de trabajo. Esto es cierto; sin embargo, es igualmente cierto que las propias políticas proteccionistas harían que los norteamericanos pierdan puestos de trabajo. Volviendo al ejemplo del acero: cada vez que el Tío Sam ha restringido la importación de acero más barato, las numerosas empresas norteamericanas que lo emplean como materia prima han sufrido una desventaja competitiva. Sus competidores extranjeros pueden adquirirlo por menos  y así vender sus productos por menos. De hecho, las cifras demuestran que cada vez que se han extendido medidas proteccionistas para ayudar a las compañías acereras nacionales, se han perdido más empleos en las industrias norteamericanas que usan el acero como materia prima de los que se salvaron en la siderurgia. Así, en la práctica, el proteccionismo no salva puestos de trabajo en conjunto sino que simplemente sacrifica unos cuantos empleos para proteger otros. Claramente, las políticas proteccionistas no producen el "campo de juego nivelado" que los proteccionistas afirman preferir.

Piensen en un barco que está a punto de hundirse; el único bote salvavidas está ocupado por doce pasajeros menudos; entonces, ocho grandullones convencen a los oficiales del barco de sacar a los  que ya están el bote, condenándolos, para que así ellos puedan tener sitio. Ésa es la realidad del proteccionismo. No estoy criticando al instinto de supervivencia, pero dejemos de fingir que tales acciones restauran la justicia o la equidad.

Para el economista, un puesto de trabajo no tiene un derecho inherente mayor a ser protegido por el Gobierno que cualquier otro empleo; no obstante, el puesto de trabajo más importante en el mundo para la mayor parte de la gente es el propio, y si creen poder convencer al Gobierno nacional de protegerlo, lo van a intentar. Sin embargo, este mismo Gobierno permanece de brazos cruzados cuando otros millones de empleos llegan a su fin. ¿Por qué deben los políticos juzgar determinados empleos como "especiales" y merecedores de un apoyo del que carecen la mayor parte de los norteamericanos? No existe ningún principio étnico subyacente a una intervención tan arbitraria e inconsistente; en su lugar, es un ejercicio injusto del poder político. El proteccionismo, al contrario que el libre comercio, confiere un estatus político privilegiado a una minoría de trabajadores, violando así el primer principio de la justicia: la igualdad ante la ley.

En suma, el proteccionismo empobrece al país, reduce el empleo, recorta la libertad individual y corrompe la justicia, mientras que el libre comercio nos enriquece, reduce el paro, es una expresión de libertad y respeta y aplica la igualdad ante la ley. El libre comercio no es ninguna panacea, pero lo prefiero al proteccionismo en cualquier caso.

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