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Mark W. Hendrickson

La supuesta amenaza para el futuro de Estados Unidos

Lo que ha sucedido realmente a lo largo de los últimos 50 años es que se han eliminado las barreras proteccionistas. Se estima que los ingresos domésticos promedio de cada norteamericano son 10.000 dólares al año más elevados como resultado.

Los proteccionistas afirman que el libre comercio es malo para Estados Unidos, que las importaciones crecientes de bienes implican la exportación de puestos de trabajo, destruyendo así nuestra economía. Esta teoría sólo podría ser válida en un mundo de suma cero en el que existiera una cifra fija de empleos de modo que el beneficio de un país fuera la pérdida de otro; en el mundo real, sin embargo, la cifra de empleos, tanto en nuestro país como en el extranjero, está encarrilada en una clara tendencia al alza. Nuevas empresas e industrias emergen de manera continua en un esfuerzo que nunca acabará por satisfacer los insaciables deseos de la humanidad. Nunca podremos quedarnos sin empleos.

El libre comercio no reduce el empleo, sino que lo redistribuye hacia usos más eficientes, del mismo modo que la competencia económica en una ciudad, en una región o en un país hace que algunos empleos suplanten a otros. Este proceso es sano y natural, no siniestro o peligroso. Sí, por más contraproducente o perverso que pueda parecer, una economía sana es aquella que destruye puestos de trabajo, reemplazándolos por otros empleos nuevos. Igual que un organismo humano sano sufre un proceso constante de renovación desprendiéndose de células muertas y reemplazándolas con células vivas, una economía sana es también aquella en la que los suministradores más eficientes de bienes y servicios desplazan a los menos eficaces.

Si le suena frío o clínico, entonces pregúntese qué preferiría si tuviera la opción: formar parte de la economía norteamericana o ser un trabajador de la economía soviética. La URSS dispuso del sistema más proteccionista posible: el Gobierno garantizaba el empleo de todo el mundo de modo que nunca hubiera ningún parado. El precio del puesto de trabajo garantizado era una economía sin flexibilidad ni adaptabilidad. Con el empleo y la economía congelados, los planificadores soviéticos ilegalizaron en la práctica el progreso económico, acabando en un devastador estancamiento y empobrecimiento en el presunto "paraíso del trabajador".

Por el contrario, la dinámica economía norteamericana siempre ha sacado a la gente de puestos de trabajo antiguos, incorporándolos en empleos nuevos. Por más que esto exija muchos esfuerzos a los particulares afectados, forma parte de los inevitables dolores de crecimiento asociados al progreso de todos. Considere el caso de la agricultura norteamericana, por ejemplo. A lo largo de los últimos 250 años, el empleo agrícola se ha reducido de más del 80% de nuestra población a menos del 2%. Podemos compadecernos de la angustia de millones de norteamericanos que han tenido que abandonar la agricultura como fuente de ingresos, pero nuestra sociedad es mucho más rica hoy como resultado de ese cambio. Dado que ahora son necesarias tan pocas personas para producir productos agrícolas, decenas de millones de americanos son ahora libres para proporcionarnos incontables bienes y servicios extra que nunca habrían existido si sus fabricantes aún estuvieran en la granja.

El eslogan “Compre americano" nos llega muy dentro, apelando a nuestro patriotismo, pero cuando significa comprar productos de fabricación estadounidense en lugar de buscar los que tenga el menor precio y la mayor calidad posible es un rechazo al raciocinio económico. Desde Adam Smith, los economistas entienden que la verdadera riqueza de "la riqueza de las naciones" es cuán asequible es el coste de vida del ciudadano corriente. Si los Estados Unidos se hubieran cerrado al comercio exterior a lo largo de los últimos 50 años, podríamos estar pagando 40.000 dólares por un Ford Pinto IV, 15 dólares por el galón de gasolina, 5 dólares por un vaso de zumo de naranja, etc. Todos seríamos mucho más pobres.

Lo que ha sucedido realmente a lo largo de los últimos 50 años es que se han eliminado las barreras proteccionistas. Se estima que los ingresos domésticos promedio de cada norteamericano son 10.000 dólares al año más elevados como resultado.

En 1992, el candidato presidencial del Partido Reformista, Ross Perot, advirtió de "un gigantesco ruido de succión" de empleos que se desplazarían de Estados Unidos a México si se aprobaba el Tratado de Libre Comercio con Norteamérica. Desde que el NAFTA entrara en vigor en 1994, Estados Unidos ha disfrutado de un incremento neto de casi dos millones de puestos de trabajo anuales, con remuneraciones por encima de la mediana nacional en las tres cuartas partes de esos nuevos empleos.

Existen dos riesgos importantes que podrían empañar este brillante futuro. Uno es que los americanos pierdan la voluntad, la energía y el espíritu emprendedor que permitieron a las generaciones anteriores superar desafíos prodigiosos. El otro es "la enfermedad del Gobierno", la miríada de intervenciones gubernamentales como una excesiva presión fiscal, regulaciones costosísimas como la ley Sarbanes-Oxley, leyes laborales injustas, etc., que son como cadenas liliputienses amenazando con amarrar al Gulliver americano. Necesitamos el libre comercio si no queremos convertirnos en los rezagados del mundo globalizado, pero también necesitamos que el Gobierno nos permita competir con el resto del mundo sin un brazo atado a la espalda. Sólo existe un país capaz de sacar a Estados Unidos de su posición como cabeza de la economía mundial, y ese es Estados Unidos. A nuestras grandes empresas y nuestros emprendedores les espera un gran éxito a menos que el Tío Sam, a través de una excesiva intervención en la economía, nos condene a una derrota en el último minuto.

Quizá la voz americana que más prominentemente lanza proclamas contra el libre comercio haya sido la de Pat Buchanan. En conferencias y libros, Buchanan sostiene que el libre comercio condujo al ocaso del Imperio Británico y ahora amenaza con derribar a Estados Unidos. Buchanan –un escritor brillante y un pensador inteligente– acierta en muchos otros temas, pero se equivoca en este.

Confiando en el análisis histórico en lugar del económico, comete un error de manual, el de seleccionar dos sucesos que tuvieron lugar al mismo tiempo y después trazar una relación causa-efecto entre ellos. El hecho de que Gran Bretaña practicase el libre comercio a lo largo de su periodo de declive no significa que el libre comercio contribuyera al mismo. Es como si yo dijera que, dado que el déficit federal crónico en los Estados Unidos comenzó alrededor de 1960 y Alaska y Hawái fueron admitidos en la Unión en 1959 y 1960 respectivamente, entonces Alaska y Hawái tienen la culpa de nuestra creciente deuda nacional. Muchos imperios se vinieron abajo antes incluso de que existiera algo parecido al libre comercio.

Además,  si el libre comercio provoca el declive económico, ¿cómo se explica entonces el fenomenal crecimiento y la prosperidad económicas que siguieron al establecimiento de la primera zona de libre comercio del mundo, los propios Estados Unidos? Si el libre comercio fuera el beso de la muerte, las colonias debieron haberse estancado en lugar de expandido.

Finalmente, puesto que el comercio extendido conduce a una creciente eficacia y al incremento de la riqueza que ésta trae consigo, el argumento de Buchanan se reduce a que "la riqueza provoca el declive". En el mejor de los casos que esta es una propuesta absurda, pero incluso si no lo fuera, dudo de que la gente dijera: "Adoptemos políticas que nos impidan ser ricos, puesto que la riqueza conducirá a nuestro ocaso". Nunca funcionaría.

Buchanan cita otras muchas preocupaciones válidas a las que nuestro país necesita hacer frente, como la decadencia cultural y moral y el sofocante lastre de un Estado demasiado grande, y yo estoy de acuerdo con él al cien por cien en eso.

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