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Fundación Heritage

Acabar con la democracia rusa

Según estándares internacionales, a Rusia ya no se le puede llamar democracia, tal y como dijo la canciller Ángela Merkel, algo que dice mucho a su favor. Y es que habiendo crecido en la Alemania del Este, algo debe saber sobre represión política.

Helle Dale

"Un buen ejemplo de estabilidad política doméstica". Así describió el presidente de Rusia, Vladimir Putin, las elecciones parlamentarias de su país. De ser así, la estabilidad que se está asentando en la moribunda democracia de Rusia es la del rígor mortis. No es de extrañar que Putin esté satisfecho. Su partido, Rusia Unida, no sólo consiguió el 63% de los votos, sino que junto a sus socios de coalición en la Duma rusa su dominio alcanza casi el 80%. En realidad, el presidente ruso lo está haciendo casi tan bien con los votantes rusos como Sadam Hussein solía hacerlo con los iraquíes, que lo reeligían una y otra vez con el 99% de apoyo.

Lo que sucedió el domingo pasado en Rusia debería servir como recordatorio de que elecciones y democracia no son sinónimos. Después de los años 90, cuando la democracia avanzó a pasos agigantados alrededor del mundo, hemos visto reveses en años recientes que incluyen una tendencia hacia los golpes constitucionales (acaba de fracasar uno en Venezuela el pasado fin de semana). Los autócratas como Putin están intentando recuperar cuidadosamente y paso a paso las riendas del poder.

En años anteriores, Putin ha eliminado el poder de los gobernadores provinciales, que ya no son elegidos por el pueblo. Ha mutilado a los medios de comunicación rusos y metido en prisión a cualquier componente de la comunidad empresarial que amenazara con convertirse en un centro independiente de poder. Otra pieza de este puzle autoritario que encajó en su lugar el pasado fin de semana permitirá que Putin permanezca en el poder mucho más allá de su mandato constitucional actual.

Las acusaciones de intimidación con mano dura a los votantes, la compra de votos y otras formas de fraude eran ya generalizadas en las semanas y meses previos a la votación del domingo pasado. Para empezar, el activista de la oposición y campeón de ajedrez Gary Kasparov tildó estas elecciones como "las más injustas y sucias de toda la historia de la Rusia moderna". Putin no iba a arriesgarse a que hubiera un resultado sorpresa como sucediera en Ucrania y Georgia. Un año antes de las elecciones, el Gobierno ruso intentó estrangular el presupuesto de los observadores de la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa). Al fracasar en su intento de sacarlos del mapa, Rusia sólo permitió que hubiera 330 observadores en total, un número ridículamente bajo para un país que se extiende sobre 11 husos horarios. E incluso ese pequeño grupo estuvo sujeto a férreas restricciones.

Las elecciones "no fueron justas ni llegaron a cumplir ninguno de los estándares y obligaciones que requiere la OSCE y el Consejo de Europa para calificar unas elecciones como democráticas", afirmaron observadores de esas dos organizaciones durante una rueda de prensa en Moscú. Señalaron el "abuso de recursos administrativos" y la "cobertura mediática fuertemente favorable al partido en el poder".

Ahora Putin tiene por lo menos dos maneras de perpetuarse en el poder. Podría presentarse a primer ministro cuando su mandato presidencial acabe, cambiando el centro de poder de una institución hacia otra. Después sería libre para buscar un tercer mandato no consecutivo como presidente. O podría organizar un referéndum, que probablemente ganaría holgadamente, para eliminar el límite de dos mandatos que impone la constitución rusa.

"La votación ratificó la idea principal: que Vladimir Putin es el líder nacional", dijo Boris Gryzlov, jefe del partido Rusia Unida, que es la base principal del apoyo político de Putin. Bueno, no hay duda que a los rusos les gustan los líderes fuertes que sirvan para restaurar su orgullo nacional y es verdad que haciendo uso despiadado de la riqueza energética de Rusia, Putin ha puesto al país de regreso en el mapa internacional.

Pero el liderazgo nacional puede adoptar muchas formas. Uno puede ser un líder al estilo de los políticos occidentales elegidos democráticamente, cuyo poder político está sujeto a un mecanismo de equilibrio de poderes y que abandonan el poder de manera ordenada y predecible. O podría ser un líder nacional como Stalin, quien hasta hoy algunos rusos recuerdan con nostalgia. Desafortunadamente, no hay duda de qué dirección está tomando la presidencia de Putin.

Dependerá ahora de los líderes del mundo libre informar a Putin que esto no es aceptable. Según estándares internacionales, a Rusia ya no se le puede llamar democracia, tal y como dijo la canciller Ángela Merkel, algo que dice mucho a su favor. Y es que habiendo crecido en la Alemania del Este, algo debe saber sobre represión política. A este reconocimiento deberían seguirle las consecuencias.

A Rusia, por ejemplo, se le podría negar un puesto en las instituciones compuestas por países democráticos. De hecho, en realidad nunca perteneció al G-8, formado por los grandes países industrializados y democráticos; sólo se le invitó en los años 90 como apoyo a Boris Yeltsin. Retirarle la invitación al G-8 es una opción que podría escocerle a Putin, pues todos los autócratas como él desean fervientemente el respeto y la deferencia internacionales. Por lo menos, está en nuestro poder negarle eso.

©2007 The Heritage Foundation
* Traducido por Miryam Lindberg

Helle Dale es directora del Centro Douglas y Sarah Allison para Estudios de Asuntos Exteriores y de Defensa de la Fundación Heritage. Sus artículos se pueden leer en el Wall Street Journal, Washington Times, Policy Review y The Weekly Standard. Además, es comentarista de política nacional e internacional en CNN, MSNBC, Fox News y la BBC.

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