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Cristina Losada

El viejo salvoconducto

El edificio de la izquierda, en general, y de este socialismo gobernante, en particular, se sostiene precisamente en el detalle de que no importan los resultados.

El Gobierno de Z llegó con la absurda promesa, y también gracias a ella, de resolver todos nuestros problemas de una vez y para siempre, que esa era el aura mágica que cultivaba. Era así que, logrado el desalojo del PP, íbamos a ser felices y a comer perdices, como en los cuentos de Navidad de Dickens, aunque ahí los personajes le dan mayormente al sólido pudding de aquellas tierras, mientras que en éstas hemos descendido al tema del conejo y a que nos recomienden tacañear con la propina, cosa que no ha podido gustar en un trabajo tan sacrificado como el de la hostelería. De aquella Jauja nada hay, sino todo lo contrario, pero resulta que en esta hora crepuscular, el Gobierno vende de nuevo el bálsamo de las promesas imposibles mientras evita, elude y se escaquea de lo que corresponde a quien ha ocupado las poltronas.

Zapatero prometió muchos finales. El del terrorismo, el del conflicto con los nacionalistas, el de la violencia de las mujeres, el de la desigualdad y otros que ya se pierden en la noche. El balance está a la vista. Objetivos máximos y resultados por debajo de los mínimos, con notable y peligroso agravamiento de las lacras que iban a desaparecer y surgimiento de otras. Pero, ¿a quién le importan los resultados? La pregunta no es tan absurda como parece. El edificio de la izquierda, en general, y de este socialismo gobernante, en particular, se sostiene precisamente en el detalle de que no importan los resultados. O sea, en la pertinaz negativa a examinarlos y en la habilidad para ocultarlos. Sobre todo, cuando como ocurre aquí, el único objetivo que se ha logrado, sea conscientemente o de rebote, es el deterioro abismal del marco de convivencia forjado hace treinta años.

La aparentemente sencilla operación de evaluar si los medios han servido para los fines deseados, y al margen de consideraciones sobre su justeza, es tan ajena a la tradición de esa familia política como arriesgada para quienes la lleven a cabo. "En el fondo –escribe Revel en sus Memorias– las ideas 'de izquierdas' son una contraseña, un vínculo tribal, no un método de acción para mejorar la condición humana. Criticarlas en nombre de sus supuestos objetivos equivalía a salirse de la tribu, y eso fue lo que me pasó". Y pocos son los que quieren abandonar una tribu que, además de las contraseñas, goza de un salvoconducto que le permite atravesar la realidad que refuta sus ideas sin tener que modificar ninguna de ellas. Pues para lidiar con los desaguisados que sus propuestas y sus métodos provocan, dispone de un recurso inagotable que se encuentra en su yacimiento ideológico y que es la traslación de responsabilidad.

Los ungidosnunca son responsables. Ese feo papel lo desempeñan otros y cuando no es "la derecha" en sus múltiples formas la culpable, se trata de un fracaso colectivo (la inmigración), de una rémora del pasado (la enseñanza), de los consumidores (que no comen conejo) y de los que no saben lo que vale un euro (la inflación), por citar los últimos y sonados ejemplos de la serie que nos ha tocado contemplar. Cierto que no sólo emplean este truco los socialistas, pero hay que proclamarse socialista para que salga gratis. De manera que con las contraseñas aprendidas, el salvoconducto en la mano, la sonrisa de qué-bueno-soy del presidente y miles de anuncios para aparentar que existe un Gobierno de España que se ocupa paternalmente de sus súbditos, la cúpula del PSOE cree que podrá escamotear la cuenta de resultados de la vista del público. Y a lo peor tiene razón.

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