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Agapito Maestre

Debates y democracia mortecina

Pese a las expectativas políticas generadas, después de las mentiras y engaños del primer debate, todos esperamos cualquier cosa, excepto que se cumpla la regla básica que Platón nos ofrecía para todo genuino debate: actuar con sentido moral

Es un tópico hablar de la baja calidad de la democracia española. Es menos usual decir que nuestra democracia está moribunda. Y, sobre todo, muy pocos son los que se atrevan a decir que no tenemos democracia, si por tal entendemos, primero, un sistema político que garantice la separación de poderes en una nación; segundo, una sociedad que promueva una esfera pública política autónoma del intervencionismo del Gobierno; y, en tercer lugar, la extensión de un imaginario democrático en todas las instancias ciudadanas que haga viable el entrelazamiento del Estado con una sociedad civil desarrollada desde el punto de vista material y democrático.

En este contexto de crisis democrática, la celebración de debates electorales entre los dos candidatos de los partidos mayoritarios es un acontecimiento que pudiera actuar no sólo como una forma de que los ciudadanos se enteren de los objetivos de los partidos, sino como un elemento amortiguador de la propia crisis del sistema democrático. No seré yo quien niegue el valor de los debates, pero sí que cuestiono el modo de llevarlos a cabo. Son tantas las reglas pactadas entre los partidos para debatir sobre no sé sabe muy bien qué, pues al final la nación parece excluida, que uno no puede dejar de sustraerse a la extraña sensación de asistir a un debate que oculta el debate.

En otras palabras, la retórica del debate estaría ocultando el principal problema del sistema político, a saber, la carencia de vida democrática genuina, porque el Gobierno primero, y la oposición más tarde, habrían secuestrado los grandes problemas a los que enfrenta la nación. La vida de la nación quedaría oculta detrás de problemas menores. O, peor todavía, estaríamos antes líderes políticos que no estarían dispuestos a hablar más o menos de la división de la nación española, sino que incluso se negarían a utilizar histórica y políticamente la categoría de nación. Ésta tendría que ser negada incluso de palabra; en efecto, del mismo modo que ya no se habla del Instituto Nacional de Meteorología, sino de la Agencia Estatal de Meteorología, habría que referirse siempre y en todo momento al Estado X de España, donde X, incógnita internacional por excelencia en todos los tiempos, sustituiría torticeramente a la genuina noción de Nación española.

El debate está planteado de forma tan "ideal", con tantas reglas y reglillas, que no sólo niega la situación histórica y real del "diálogo", sino que actúa como un placebo formidable, o una fórmula caprichosa, que garantiza, aquello que millones de ciudadanos niegan, a saber, que podamos llegar a algún acuerdo político en unas condiciones tan perversas que nos han hecho perder de vista lo decisivo: la nación. Pero quizá haya algo peor en el próximo debate. Pese a las expectativas políticas generadas, después de las mentiras y engaños del primer debate, todos esperamos cualquier cosa, excepto que se cumpla la regla básica que Platón nos ofrecía para todo genuino debate: actuar con sentido moral, o sea, con respeto al otro, y con un sentido universal de la justicia. Sí, sí, nadie ha dejado de decir qué carta guardarán cada uno de los candidatos para arrasar al otro.

En efecto, si poco esperamos, pues, del sentido moral y de la justicia que deberían compartir los comparecientes, menos aún estamos dispuestos a admitir el castigo que Platón reserva para quienes quebranten esa regla: "Al incapaz de participar del honor (respeto al otro y no decir mentiras) y la justicia que lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad."

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