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Cristina Losada

Era peligroso asomarse al exterior

Quien crea a estas alturas que eran apóstoles de la paz y les importaba el sufrimiento de los iraquíes padece una ingenuidad incorregible. Nunca se oyó lamentar a ninguno de ellos las masacres perpetradas por Sadam.

De todos los países que apoyaron la guerra contra Sadam Hussein, ha sido España el que ha vivido, a cuenta de ella, las consecuencias políticas internas más espectaculares y, por lo visto, duraderas. Tales efectos se debieron al rechazo que provocó en la opinión pública el respaldo del Gobierno de Aznar a la decisión de los Estados Unidos. Y es justo por ello que resulta paradójico. Pues los españoles se declaran mayoritariamente desinteresados por la política exterior de sus gobiernos y en general por los asuntos que los periódicos incluyen en la sección Internacional.

Sin embargo, hace cinco años, cuando el ejército norteamericano iniciaba la invasión de Irak, las calles españoles habían acogido ya una ristra de masivas manifestaciones contrarias. No hay manera de explicar el éxito de aquella campaña por la existencia de un arraigado pacifismo. Hasta ese instante, tanto la opinión pública como los artífices del "no a la guerra" habían asistido imperturbables a los conflictos bélicos que ensangrentaban éste o aquel rincón del mundo. El ejército español había participado en la guerra del Golfo, también contra Sadam, y luego en intervenciones en los Balcanes, sin que ello suscitara más protesta que el ritual paseo de monigotes del Tío Sam por parte de la extrema izquierda.

Entre aquellas guerras y la de Irak sucedieron los atentados del 11-S. Un miedo cerval se apoderó entonces de una parte de Occidente. Un temor que reflejó aquel infausto titular del diario de Prisa (El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush), y que se alimentaba de un inmoral y suicida desplazamiento de la culpa: la amenaza no eran los islamistas autores del horror, sino los yanquis que los provocaban. Venía siendo éste el cliché de que echaba mano la izquierda de cualquier lugar del globo, pero tras el 11-S se convirtió en best-seller. Fue el parapeto intelectual de un deseo de apaciguar al enemigo que emergió con fuerza comparable a la que había tenido frente a la Unión Soviética –gran impulsora del "pacifismo"– y antes, frente a Hitler.

Zapatero y sus incondicionales de la farándula y la tele, explotaron en España aquella oleada de pavor. La reorientaron de Bush a un Gobierno que no envió tropas a la guerra, pero apoyó la decisión de un aliado imprescindible. Quien crea a estas alturas que eran apóstoles de la paz y les importaba el sufrimiento de los iraquíes padece una ingenuidad incorregible. Nunca se oyó lamentar a ninguno de ellos las masacres perpetradas por Sadam. Algunos se fueron a Bagdad a respaldar al tirano. Las filas del noalaguerra se nutrieron del miedo. Del pánico a un nuevo 11-S que, mira tú por dónde, fue 11-M y ocurrió en España, ya sabemos cuándo. Una parte de los españoles culpó del atentado al Gobierno, como había culpado de los ataques del 2001 a los norteamericanos. Ahí terminó una historia y empezaba ésta en la que andamos o reptamos.

Bien mirado, la paradoja no es tal. Si la guerra de Irak tuvo consecuencias políticas en España fue, en buena medida, por el desinterés de la opinión pública por los asuntos mundiales. Se percibieron los peligros de asomarse al exterior y, en 2004, se decidió que no había que sacar la cabeza por la ventana. Es así que hoy nos podemos cocer en nuestra propia salsa.

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