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Jorge Vilches

La hoguera de las identidades

Cuando un nacionalista habla de pluralidad no se está refiriendo a la propia de los individuos. Todo lo contrario. Únicamente entiende la pluralidad de naciones; es decir, de grupos humanos homogéneos, compuestos de seres indiferenciados.

Vivimos la resurrección de los totalitarios, el auge de los que sostienen la primacía de los derechos colectivos y de los destinos nacionales. Es el tiempo de la imposición de la raza, de la nación étnico-lingüística sobre el individuo. Una época en la que la democracia es a veces la coartada del déspota. En la que la discrepancia o la crítica son tomadas como ataques a una nación, como un delito de lesa majestad que merece, cuando menos, el ostracismo, el destierro. Y todo, en lamentable paradoja, al socaire de la pluralidad.

Porque cuando un nacionalista habla de pluralidad no se está refiriendo a la propia de los individuos, a la individualidad del ser humano. Todo lo contrario. Únicamente entiende la pluralidad de naciones; es decir, de grupos humanos homogéneos, compuestos de seres indiferenciados. Y con esta pluralidad se acabaron los derechos individuales –los únicos que existen–, y comienza el dictado del movimiento nacionalista.

En este proceso histórico hay quien sostiene, parece que sólo en la izquierda (de momento), que para solucionar la cuestión de nuestro tiempo hay que aceptar ese concepto totalitario de pluralidad, reconocer las identidades nacionales, la eclosión de esa verdad secular ocultada por el centralismo opresor e ineficaz. En una especie de descolonización habría que iniciar la descontaminación que el vertido de lo español ha llevado a cabo en otras comunidades nacionales. Quien no defienda esto, dice esta izquierda ex internacionalista, antiglobalización y neolocalista, nunca ganará las elecciones, ni tendrá el amor de los independentistas, de esos que reclaman el reconocimiento de su identidad nacional.

Pero la clave de la identidad de una nación está en que la reconozcan como tal los otros; es decir, que los excluidos acepten la existencia de un grupo humano con una identidad distinta, y sólo tras examinar la verosimilitud de sus argumentos históricos, políticos, sociales, culturales, religiosos o cualquier otro.

Sin embargo, los nacionalistas han conseguido que sea al revés, que los otros estén siempre dispuestos a reconocer cualquier identidad sin pararse a observar, ni tan siquiera una vez, lo atinado o disparatado de los argumentos con los que sostienen su particularidad universal. Y tragan las pamplinas de Blas Infante y los símbolos racistas de Sabino Arana con la misma indiferencia con la que se toman las diatribas de sus corifeos actuales. Es más, un pequeño gesto del PNV respecto a ANV, una de las franquicias de ETA, ha bastado para que todos estén contentos, satisfechos con ese partido que abandera ese nuevo totalitarismo. Se trata, con total evidencia, del sacrificio de la razón a la hoguera de las identidades.

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